Del raposo al jabalí
Hasta la UME ha tenido que intervenir para frenar los contagios
Cuando intuyó que se acababa el tiempo, mi madre decidió que pasásemos la Navidad en casa de la abuela. Al bajar del coche vimos que ... no estaba en la puerta esperándonos como siempre, y eché de menos las tortas de manteca y el montón de besos cálidos que nos daba después de sentarnos en su halda. La encontramos llorando en el corral, convertido en un inmenso campo de plumas. El raposo había matado a todas las gallinas, tras romper la malla de alambre de la talanquera que separaba el huerto del corral. Las vecinas acudieron muy de mañana llevando una gallina de las suyas para que con ellas rehiciera su parvada. Pero no tenía consuelo. El herrero estaba reforzando la malla de alambre. Un grupo de cazadores se había echado al monte en busca del zorro. Volvieron a mediodía con el bicho colgando de una estaca. La gente sabía muy bien que con aquella batida no se acababa con los raposos, pero que durante un tiempo no bajarían al pueblo a hacer barrabasadas. En el monte quedaban suficientes conejos, pájaros, lagartijas, ratones y otros bichos para alimentar a estos depredadores. Pasó la Nochebuena y pasó la Pascua sin que la abuela recuperara su sonrisa. Fueron sus últimas Navidades.
Esa imagen de impotencia y rabia me vuelve siempre que los animales producen accidentes o desgracias de este tipo. Y cuando, como ocurre ahora en Cataluña con la peste porcina, estas situaciones son propiciadas por la estulticia de los barandas que tienen estancadas sus mentes con las películas de Disney, sólo me queda desahogarme escribiendo como hago en este momento. En Andalucía, desde siempre, los cazadores han sabido mantener la población de jabalíes en montes y sierras sin necesitar normas o leyes promovidas por los ecologistas de asfalto. Pero en algún momento ocurrió que algunos o algunas ecologistas 'cum laude', o indinos como llamaba mi abuela a los aviesos endiablados, decidieron que había que dejar a estos bichos reproducirse a su antojo. Tras atrapar el corazón de los animalistas, los jabalíes se han multiplicado como conejos, han causado graves accidentes de circulación invadiendo carreteras y autovías, han llegado hasta los contenedores de basura de pueblos y ciudades asustando a la gente y se han convertido en transmisores de la peste. Hasta la UME ha tenido que intervenir para frenar los contagios. Y lo ha hecho con más celeridad que en la dana de Valencia. Nuestros soldados en vez de prepararse para la guerra se dedican ahora a la montería, por órdenes superiores. Magnífico final para este cuento de Navidad, que deja en mantillas la anécdota del raposo que aceleró la muerte de mi abuela.
Cundo escribo en la tarde del viernes, ya son 14 los jabalíes muertos por la peste. De momento sabemos que unos cuantos países han decidido no comprar carne de cerdo procedente de Cataluña, la cuna del fuet. En el resto de España, las empresas cárnicas contienen la respiración por si un día cualquiera de este frío diciembre, a algún pájaro carroñero se le ocurre tomar el aperitivo en la piel de un jabalí catalán contaminado y, tras darse un paseo celestial, aparca en la piel de un cerdo sano de otra comunidad para seguir almorzando. Ojalá no ocurra. Pero puede ocurrir porque estos pájaros hacen trayectos casi tan largos como los de Air Europa. ¿Se imaginan las consecuencias que tendría en la Alpujarra? ¿Y si deciden volar hacia el oeste y les da por picotear en la piel de los marranos ibéricos, dejándonos sin sus soberbios jamones? No sé como acabará este cuento de Navidad, pero el ministro de Agricultura no se cansa de decir que la situación está controlada. ¿Es el momento de echar mano de aquel latinajo que decía «excusatio non petita, accusatio manifesta»? Espero que todo acabe bien y no haya que llamar también a la Legión.
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