Dolor y gloria
Huesos de aceituna ·
«En el fondo, esperábamos que esa experiencia vital de Almodóvar fuera, en gran medida, coincidente con la nuestra»JOSÉ LUIS GONZÁLEZ
Sábado, 13 de abril 2019, 01:38
He de confesarles que escribir la columna de esta semana ha sido para mí un tormento. No porque las musas me hayan abandonado -nunca gocé ... en exceso de sus encantos-, sino porque tenía en mente varios temas de los que escribir y se abrían paso a codazos en mis meninges sin que uno cobrara ventaja sobre los otros. Finalmente, encontré la razón por la cual esta zozobra me impidió teclear una sola letra para esta columna hasta el mismo jueves: todos y cada uno de esos temas estaban de algún modo conectados entre sí. El comienzo de lo que les cuento tuvo lugar el sábado pasado, cuando durante uno de nuestros habituales fines de semana en Granada, acudimos ufanos a disfrutar de la última película de Pedro Almodóvar, 'Dolor y gloria'. Salimos fascinados, embelesados por una historia que explica al director manchego -da sentido a su vida personal y profesional- pero que también nos explicaba a nosotros mismos. Curiosa coincidencia que, sin embargo, no fue una sorpresa. En el fondo, esperábamos que esa experiencia vital de Almodóvar fuera, en gran medida, coincidente con la nuestra.
Al contrario de lo que pueda parecer, 'Dolor y gloria' no es un drama, aunque sin duda contenga esos trazos melodramáticos tan sugerentes en la filmografía almodovariana. También hay lugar para la sonrisa, incluso para una suave carcajada, pero tampoco puede considerarse esta película como una comedia. Simplemente, es la descripción de un camino vital, con su dolor y su gloria -como cualquier otro-, pero cuya excepcionalidad radica en que dio lugar a una figura tan excepcional e imprescindible como Pedro Almodóvar. Así que, una vez más, guardo para mí la seguridad de que reivindicar creadores de su dimensión es el acto más patriótico que un español puede realizar. Ríase usted de las banderas, de las pulseritas y de la 'voz' aguardentosa de los que solo saben levantarla.
Pero, claro, tras ese velo de fascinación también se escondía un poso de tristeza. No tanto por motivos estrictamente personales como por la sensación de que la sociedad, por muy avanzada que parezca, no acaba de sentir en la propia piel actos de amor o deseo que, aun aceptables desde el plano racional y -felizmente- legal, se revelan repugnantes en el fuero más interno e inconfesable de la conciencia colectiva. No entraré en los motivos religiosos de este fenómeno, que sin duda los hay, y muy poderosos. Tan solo referiré que es en este punto donde uní, días más tarde, los otros dos temas que luchaban por protagonizar esta pieza de 'Huesos': el suicidio asistido de María José Carrasco y el maltrato de ancianos en una residencia madrileña.
Una de las preguntas que asaltaban mi tranquilidad era: ¿qué subyace en el fondo de la valoración general hacia ese extraordinario acto de amor hacia su esposa llevado a cabo por Ángel Hernández? Sin duda, una reacción contra la razón, esa cualidad humana que nos distingue de los animales y que, paradójicamente en este caso, nos acerca de algún modo a ellos. Que el tipo penal aplicable a este suceso pudiera calificar este triste episodio como violencia de género es realmente desalentador. Tanto, que debiera provocarnos una profunda vergüenza como españoles. Fíjense, qué curioso, otro acto patriótico sería levantar la cabeza, poner nuestras neuronas a funcionar y llamar a las cosas por su nombre: eutanasia. Así, podríamos regularla convenientemente para que otras personas en la situación de María José Carrasco puedan en el futuro morir dignamente en un hospital. Pero es más fácil despreciar el dolor, mirar de reojo y con sobreactuada tristeza a los protagonistas, negar la evidencia de la injusticia mirando al cielo y pasar página como si algo así no pudiera volver a ocurrir.
Finalmente, llegó la noticia sobre el maltrato de una anciana en una residencia de Hortaleza (Madrid) por manos y voz de un par de sus cuidadores. Les confieso que se me erizó la piel y en mi interior compitieron la rabia y la tristeza por el profundo desprecio que esas imágenes vertían sobre el desvalimiento. Y aquí está el quid de la cuestión: ¿nos dirigimos de nuevo a la desprotección de la sociedad en su conjunto -y, por ende, de los débiles- y a la reinstauración de la ley del más fuerte?
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