Cuba atrapa(da)
La mirada de los cubanos convierte al observador extranjero en un ser transparente, un fantasma que pasa desapercibido a su alrededor sin causar la menor incidencia
josé manuel fernández
Jaén
Martes, 26 de noviembre 2019, 23:51
La mirada de los cubanos convierte al observador extranjero en un ser transparente, un fantasma que pasa desapercibido a su alrededor sin causar la menor ... incidencia. Para ellos, no existe otra cosa que lo más inmediato y tangible, es decir, sobrevivir. Lo demás constituye sólo una escenografía a la que están acostumbrados pero de la que ya no esperan nada. Sobrevivir al día a día, solo eso. No hay momento para el descanso ni para la desesperación. La Habana, su trajín miserable, como estado de ánimo.
Desde el interior de la vidriera del ojo de buey gigante, la ciudad caribeña se nos presenta como un curioso y distante parque temático, tan primitivo como irreconocible. Una ciudad gastada, abandonada o virginal, según los ojos benevolentes del turista quieran verla. Un parque temático protegido del manoseo extranjero. Desde la comodidad de un crucero de lujo, la miseria se acentúa aunque parezca lejana, como un atractivo más por el que abonar una tasa de visado en la aduana del destartalado puerto. Desde los ventanales del buque, que disipan el calor y la suciedad, todo se vuelve un sueño perezoso.
Hablar con los cubanos no despierta del desencanto. Celia, una joven maestra que deambula ebria por el centro de la ciudad en una búsqueda incierta de algo que mejore su existencia cotidiana, quizás un trago de ron, no logra encontrar las palabras a ese estado precario de todo lo que la rodea. En Cuba no hay libertad de expresión, acaba por decir, un poco temerosa y confundida sobre el significado de sus palabras. No hay libertad de expresión, pero es que tampoco hay comida, ni medicinas, ni libros o lapiceros para los escolares, ni vivienda digna para quien no sea funcionario del régimen. Ahí andan.
El caso es que, al cabo del día, Celia, como tantos otros, siempre alcanzará el objetivo de sobrevivir, de una u otra forma, quizás inconfesable. La patria provee el resto de lo poco que se tiene: un poco de arroz con frijoles, pollo o cerdo para los privilegiados, en el mejor de los casos, y cuatro trapitos para los niños. Mañana será otro día.
Para Leonor, una apacible viejecita, las cosas son distintas: ella recibe las atenciones de su hija, una joven cubana que, por la vía del matrimonio, alcanzó la nacionalidad italiana, y con el pasaporte europeo, un sueldo digno de una cadena hotelera que les permite a ambas vivir holgadamente. Dice la ancianita, que el arroz a la cubana que conocemos aquí, deja de ser una «comida de putas» cuando se rescata la receta original. Entonces se convierte en un «plato bien rico», siempre que no le falte carne o tocino ni todos los condimentos tradicionales de la buena cocina criolla.
Su tiempo lo dedica ahora a la vida contemplativa, jugando con un móvil sin conexión, sentada y acicalada en un banco del parque habilitado junto al nuevo Capitolio, que es la estampa más aseada que la dictadura puede ofrecer a los visitantes.
Los jóvenes que no visten uniforme sueñan en cambio con subir algún día a un avión o un barco y perder de vista el sueño socialista del comandante Fidel. Entre tanto, sonríen al turista o le miran con indiferencia.
Cuba es de los cubanos, sencillamente porque no puede ser de nadie más. ¿Quién querría los despojos de un sueño de pobreza? Podría escribir otra cosa, sobre sueños inalcanzables, pero La Habana resulta ahora una decepción humillante.
Por eso, los habitantes de la isla observan con desdén el enorme crucero anclado frente al Malecón. Cuba atrapa, dice mi interlocutor, hay algo en sus calles abandonadas que se mete dentro del alma del visitante. No sé si fue un sueño para ellos esta situación, más parece una pesadilla.
Sí, Cuba atrapa, con sus calles abandonadas, sus casas coloniales en ruina, la mirada melancólica de sus gentes, la dignidad de sus gestos, las caricias de sus palabras. Pero más parece que los atrapados sean ellos.
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