Te pones a escribir cuando las uñas de la aurora apenas están rozando la playa de El Cabanyal y, de repente, el día ya está ... aquí, antes de que la primera frase cobre sentido.
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Vivir cerca del Mediterráneo tiene estas cosas: darse cuenta de que no hay casi nada por descubrir. Somos nosotros los descubiertos por la luz de este mar que ya estaba aquí antes de que nosotros llegáramos. En él gozamos de una forma de vida a la vez metafísica y sensual. Moriremos cerca de él, y el Mediterráneo seguirá estando ahí.
Todo esto viene a cuento de que he celebrado el '9 d'Octubre', el día de la Comunidad Valenciana, sumergiéndome en la exposición de Sorolla que estos días podemos visitar en la capital del Turia.
Al regresar a la calle he escuchado esto: «Les glòries que ofrenar a Espanya són les glòries que ja abans ens han sigut oferides a nosaltres». Ya veis: también los granadinos acabamos aprendiendo valenciano. Eso y la ebriedad de Sorolla me han llevado a pensar que no hay arte que ofrecer que, en realidad, no hayamos recibido antes, sea cual sea nuestro lugar de nacimiento.
Eso es la tradición, con mayúsculas y en singular. Incluso cuando nos rebelamos contra ella –como no deja de ser justo y necesario–, lo hacemos desde el lenguaje, la mirada y la cultura que esa tradición nos ha entregado antes a nosotros. Pocas experiencias son tan liberadoras y vanguardistas como reconocer que hay una tradición que nos hace avanzar desde dentro de sí misma sin que dejemos de ser quienes somos.
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Triste de aquel que cree que el mundo empieza y acaba en las fronteras de su ombligo. Tanto más rica es una identidad cuanto más capacidad tiene de abrirse a otras y generar nuevos lenguajes.
Porque las tradiciones artísticas son algo diferente al costumbrismo. Son una ola muy grande surfeando sobre la cual podemos ver más lejos. El atrevimiento creativo está muy cerca de la identidad común y compartida del mundo. Porque la verdad no tiene edades y, bajo su influjo, el arte es una combadura en la línea del tiempo. A veces esa comba nos incorpora a su irrepetible gravedad. Lo llamamos emoción, y es una suma de fidelidad y atrevimiento. Algo hecho de nieve y mar.
Como indica su etimología, las tradiciones están para ser trasmitidas a otras manos. Esas manos que un día, a su vez, entregarán lo que ahora está y no está en las nuestras, porque es más grande que nosotros.
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