Hubo un tiempo —no tan lejano— en que se creyó posible que dos pueblos caminaran juntos sobre una misma tierra. Se dibujaron fronteras sobre mapas ... diplomáticos y se escribieron acuerdos que hablaban de coexistencia. Pero la tinta se secó pronto, y sobre ese papel mojado comenzó a escribirse, con fuego y piedra, una historia muy distinta: la del desmembramiento paciente y deliberado de una nación que nunca pudo ser.
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Desde el 15 de mayo de 1948, el día en que el nuevo Estado de Israel emergió de la proclamación unilateral de su independencia, cada palada de tierra removida para edificar un asentamiento ilegal fue más que un acto de construcción: fue una declaración de intenciones. No había lugar para dos. El proyecto sionista, apoyado por una narrativa bíblica milenaria, no aspiraba a compartir la tierra, sino a poseerla completamente, incluso si eso implicaba la negación del otro.
Desde entonces, la historia de Palestina ha sido la de una herida que no deja de sangrar. Primero vinieron las guerras: la del 48, la del 67, la del 73. Luego, los acuerdos incumplidos, las promesas rotas, y con ellos, los asentamientos, que crecieron como manchas oscuras sobre el cuerpo frágil de un territorio cercado. De norte a sur, de este a oeste, las tierras palestinas comenzaron a fragmentarse, como un espejo roto, hasta convertirse en islas sin mar, en ciudades cercadas por muros, torres de vigilancia y controles militares.
La estrategia era clara, aunque pocas veces dicha en voz alta: no permitir jamás la posibilidad de un Estado palestino viable. No era solo una cuestión de seguridad —como tanto se repite en los foros internacionales—, sino de propiedad, de supremacía, de un proyecto político que concebía toda la tierra entre el mar Mediterráneo y el río Jordán como un legado sagrado, reservado para unos pocos elegidos.
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Así, mientras el mundo hablaba de procesos de paz y de soluciones de dos Estados, en el terreno los hechos avanzaban en dirección contraria. Los colonos, llegados de todas partes del mundo, ocupaban colinas, valles, olivares milenarios. Se levantaban casas y carreteras exclusivas, se expulsaban familias palestinas de sus hogares y se blindaban los accesos con puestos militares. Jerusalén, que debía ser compartida, fue poco a poco asimilada. Gaza, bloqueada por aire, tierra y mar, convertida en una prisión a cielo abierto. Cisjordania, troceada como un cuerpo diseccionado en vida.
La legalidad internacional se volvió un murmullo cada vez más lejano, sepultado por la política de los hechos consumados. La comunidad internacional condenaba con una mano y financiaba con la otra. Los mapas seguían mostrando un Estado palestino en potencia, pero sobre el terreno, esa potencia era solo impotencia: calles sin salida, territorios sin continuidad, pueblos sin horizonte.
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¿Y qué decir de los que se quedaron tras la proclamación del Estado judío de Israel? Los árabes israelíes fueron convertidos en ciudadanos de segunda, excluidos de un sistema que los toleraba, pero no los integraba. Para ellos, el uniforme militar —puerta de entrada a muchos derechos— estaba vedado. Y con él, las carreras más sensibles, los puestos públicos, las decisiones.
Al mismo tiempo, cualquier disidencia era acallada bajo el peso de un término que lo anulaba todo: antisemitismo. Denunciar los crímenes cometidos contra los palestinos, cuestionar el modelo de ocupación, dudar del relato oficial, se volvía inmediatamente una afrenta moral, una herejía contemporánea. No había espacio para matices. O estabas con Israel, o eras parte del odio.
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La narrativa se volvió arma. Los medios repetían una y otra vez la fórmula: Hamás es terrorista, Israel se defiende. La masacre de civiles, el asedio a hospitales, la demolición de escuelas, eran siempre «efectos colaterales». Los palestinos no morían: caían. No eran asesinados: desaparecían.
Pero hay algo que no puede desaparecer, por más que se intente: la dignidad de un pueblo. Aun sin Estado, aun sin ejército, aun sin fronteras, los palestinos han resistido. Han resistido el exilio, la ocupación, el olvido. Han seguido sembrando olivos en medio del polvo, enseñando a sus hijos a leer entre ruinas, contando a sus muertos por nombre, no por número.
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Hoy, ya nadie habla con seriedad de dos Estados. Ese sueño, tan repetido en las cumbres diplomáticas, ha sido desmembrado con precisión quirúrgica. Lo que queda de Palestina son escombros geográficos, ruinas emocionales, y una población al borde del colapso. Gaza es un cementerio de niños. Cisjordania, un archipiélago en tierra firme.
Y sin embargo, todavía hay quienes sueñan. No con la venganza, sino con justicia. No con borrar al otro, sino con convivir. Un Estado plurinacional, como Bolivia. Una transición, como Sudáfrica. Pero esos modelos necesitan verdad, arrepentimiento y voluntad política. Y aquí, lo que hay es miedo, supremacía y una maquinaria bélica que no se detiene.
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Algún día, cuando el polvo se asiente y los archivos se abran, cuando los niños de hoy sean los historiadores del mañana, alguien escribirá que todo esto fue intencional. Que no fue casual la expansión de los asentamientos, ni accidental el cerco a Gaza. Que hubo una política clara, sostenida por décadas, cuyo objetivo era hacer imposible la existencia de un Estado palestino.
Ese día, quizás, muchos bajarán la cabeza.
Y entonces sabremos, demasiado tarde, que la tragedia no fue inevitable. Fue elegida.
«Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor.»
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— Desmond Tutu
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