Íntegros y miserables
Desde el punto de vista moral, no han faltado héroes, referentes de nobles causas, testigos de la bondad que encierra la naturaleza humana.
ALFREDO YBARRA
JAÉN
Martes, 19 de noviembre 2024, 23:12
Desde hace unos días, como cualquiera que observe con mediana consciencia nuestra actualidad más inmediata, y especialmente me refiero a la dana, con Valencia como ... referente, siento muy viva esa vieja paradoja que anida en el ser humano donde coinciden las cuestiones más grandes y las de más baja estofa. En la naturaleza humana esencialmente compleja tienen cabida todas las contradicciones. Egoísta y generoso a la vez, cruel y compasivo, capaz de los mayores heroísmos y de las mayores vilezas, estas dos caras de luz y de sombra que tiene el hombre son la manifestación más clara de que no es puro animal instintivo, sino espíritu personificado en continua inquietud y desasosiego. Ya Sófocles dejó plasmada en El canto coral de Antígona la extrañeza ante lo admirable y terrible de nuestra condición. Recordemos cómo el poder autodestructor del hombre ha alcanzado proporciones insospechadas por ejemplo con las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, o las difícilmente superables cotas de cinismo y crueldad contra el ser humano en Auschwitz. Junto a esa depravación se alza la vibración radiante que nos recuerda los grandes logros sociales, jurídicos, (como la Declaración Universal de los Derechos humanos), científicos, tecnológicos,… que han permitido un salto cualitativo en la calidad e integridad de la vida de buena parte de la humanidad. Desde el punto de vista moral, no han faltado héroes, referentes de nobles causas, testigos de la bondad que encierra la naturaleza humana.
La conciencia de su grandeza y miseria se encuentra presente en el hombre de todos los tiempos como una llamada inaplazable a su responsabilidad. En el Diálogo sobre la dignidad del hombre del escritor Cordobés Fernán Pérez de Oliva (1494-1531) se sintetizan los principales argumentos acerca de este tema desde la antigüedad hasta el Renacimiento, anticipando algunas concepciones antropológicas de la Modernidad. Esa grandeza y miseria del hombre conforman el centro de la reflexión y del mensaje de Blaise Pascal, (Clermont-Ferrand, 1623-París, 1662) que en sus famosos Pensamientos relata que el ser humano es «una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada». Un Pascal que subrayaba que el hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un soplo, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y sin embargo el universo no sabe nada de esto. Toda nuestra dignidad consiste, pues, según Pascal en el pensamiento: «Trabajemos, pues, en pensar bien: he aquí el principio de la moral».
El diccionario de la RAE en una de las apreciaciones del término define miserable como perverso, abyecto o canalla; ruin, despreciable, vil. Y ese perfil, alejado del lado moral del hombre, es el que, punzante, he visto evidenciarse en estos días en ciertos políticos, personajes rastreros y esas sabandijas que con suma bajeza exhalan bulos para atiborrar de bazofia el pulso de las gentes. Son los intoxicadores de la convivencia, esos que deflagran el raciocinio, la moral y la solvencia humana usando un malévolo discurso ideológico. Son los personajes y políticos miserables que llaman miserable al que discrepa o a cualquiera que se les ponga enfrente. Estos canallas, indignos, ruines, dividen a la gente y destrozan el lado bueno de la naturaleza humana.
José Saramago en sus extraordinarias novelas Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez, plantea esas circunstancias excepcionales e inconcebibles que acaso nos ayudan a conocer la madera de la que estamos hechos. La conciencia de nuestra miseria es la causa de nuestra grandeza, como la conciencia de la ignorancia era la causa de la sabiduría en Sócrates. Seamos conscientes de esos miserables que secuestran la voz de la razón.
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