JOSÉ MARÍA GUADALUPE

¡Adiós, año sin sonrisas!

Crónicas granadinas ·

tico medina

Sábado, 9 de enero 2021, 23:38

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Si algo faltó en el maldito año 2020 fueron las sonrisas. Por culpa de la mascarilla, obligada más que recomendada, que solo ofreció nuestros ojos ... a lo que los demás veían. Y la sonrisa es necesaria. Tanto es así que, de no existir, no habría ser humano. Hasta las hienas sonríen... pero de forma bien distinta.

La sonrisa es la ventana de la alegría, el balcón de la serenidad interior, el Mirador de San Nicolás de la satisfacción del alma, lo que nos demuestra que aquel o aquella, perdón, aquella o aquel que están frente a nosotros se ponen contentos al verte. Ni siquiera necesitan decírtelo con la palabra, con el gesto basta.

Todo por culpa de las mascarillas que, por otro lado, nos tenemos que colocar por encima de la máscara habitual, que hay quien tiene hasta cuatro o cinco.

El caso es que España, bueno, casi todo el mundo, hemos tenido que ocultar la sonrisa. Tan necesaria, tan verdadera, tan humana, tan nuestra. Era y es el escaparate de la conciencia, la tranquilidad del mundo interior, la demostración de «un te quiero», incluso un «te necesito» y que Dios te lo pague. La sonrisa es una luz, un resplandor en la oscuridad de la vida. A veces, al menos para mí, es más que la antesala o el breviario de la risa, es lo que inicia y a veces despide, lo que en ese momento, que es toda una vida, más necesitas.

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Escribo con gorro, uno que me trajo de Nueva York mi nieta Marta Medina, que hoy maneja las cuentas de no sé qué empresa americana con dos ordenadores a un tiempo. También tengo una bufanda con la que salí hablando en la tele de Juan y Medio del rey emérito, al que le ha llevado el roscón de reyes su hija la infanta doña Elena, a quien hice la primera entrevista en el colegio de Los Rosales y que fue portada de 'Hola' con aquel titular: «No me llames profesora, aunque acabe de sacar el título, mejor me dices maestra».

Elena es la lealtad. Hace tiempo que no la veo. La última vez fue cuando íbamos a comer, paja y heno, en aquel restaurante italiano que había frente a su casa, en el barrio de Salamanca, cuando estaba casada con Marichalar. ¡Hace ya tantos años! ¡Cómo pasa el tiempo, mis sufridos lectores de tantos años ya! Yo vivo de mis recuerdos, que me vuelven cada noche y aprovecho para trasladárselos como si fueran, más que daños colaterales, apaños colaterales, atando en el mismo gesto, dentro de la misma línea, lo que ayer viví y lo que hoy se cuenta. Esta mañana les escribo con el frío de la Filomena dichosa que nos trae a mal traer, sobre todo, a los viejos. El breve jardín comunal está nevado, lo que me da pie a esta metáfora cierta: «¡Qué bella la nieve blanca! ¡Qué sucia la nieve negra!».

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Y me viene a la memoria aquella Sierra Nevada de mis años de muchacho –muchacho de pantalón bombacho, que rima– que yo veía a duras penas desde la terraza de mi casa de la calle Moral de la Magdalena número doce, y que siempre era algo que estaba tan lejos estando tan cerca. Siempre, igual que la mar, nos pillaba, porque ese era el verbo justo, allí donde si había que llegar se llegaba, pero de la que se podía prescindir si no nos hiciera falta. Abríamos el grifo de casa, que no había tantos entonces, y teníamos la Sierra en la cocina, en el baño, incluso abajo, entre las pilistras del patio, con aquel caño gordo que venía Dios sabe de dónde… ¡Quién me iba a decir que, con el tiempo, iba a llegar a ser copatrono de la Fundación Aguas de Granada, de la que tan orgulloso me siento! Tan es así, que igual lo añado a lo que dice mi tarjeta de visita donde solo se avisa, se indica orgullosamente: «Cronista oficial...».

Atando recuerdos puedo actualizarles hoy mismo, ahora que de tan gran actualidad esta tomando ese mundo de las series de la televisión, que ya está en el aire una sobre el Cid Campeador. Puedo jurar y juro que yo entrevisté personalmente en su casa de San Rafael, cerca de Madrid, a don Ramón Menéndez Pidal, aquel que, más que académico, era y sigue siendo un sabio; incluso después de muerto. Como el Cid, que ganaba las batallas después de fallecer. Sabía de don Rodrigo más que nadie y hay fotos que lo demuestran.

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Cuando yo trabajaba en 'Careta y chicas', y llevaba una camisa a cuadros como la de los protagonistas de 'Siete novias para siete hermanos', me hice de una espada, enorme, copia,  (decía el sastre de reyes que me la hizo, en Guardamar) de la de don Rodrigo, que ahora está de tan inmensa actualidad y que me decoraba una pared entera. Era del tamaño de un caballero cristiano, que era y sigue siendo mi caso, y que igual algún día debo encontrar, aunque sea solo para demostrar que lo que digo siempre es verdad. De Niro ha hecho una película respetable y recojo de él este pensamiento, que se ha hecho, como ahora se dice, viral:

–«Don Roberto. ¿y qué ha hecho usted estos últimos treinta años?».

Y el muy cínico, a veces más que actor, va y le responde al plumilla:

–«Sobre todo, acostarme temprano».

Una verdad como un templo. Como esta otra que les cuento ahora. Hace años que murió Tarzán, el verdadero, Johnny Weissmuller, ya saben, porque hubo otros que también lo encarnaron y no tienen sitio en el recuerdo. Bueno, pues este servidor de ustedes la última vez que estuvo en Acapulco, ¡qué calor más grande Dios mío!, lo primero que hizo fue acudir al cementerio de la ciudad legendaria para saber si se continuaba haciendo un rito que tenía como protagonista a Weissmuller. Vi a nostálgicos de Nueva York, principalmente, que llevaban un ramito de flores a la tumba donde reposaban los restos del que fue el héroe del taparrabos, aquel ídolo de nuestra juventud que había muerto en la ciudad mexicana, donde vivía por la caridad del dueño de un hotel que estaba frente a las altas rocas. Desde esos riscos, y este era el rito, se lanzaban al mar por unos pesos los ángeles de la muerte, así los llamaban. Los veía volar desde una habitación en un ático y cada día, cada tarde, se escuchaba el grito de Tarzán, que forma parte de lo que es el sonido de aquel Hollywood en blanco y negro que yo llegué a conocer y a contar, aunque no todo, las cosas como son. Como aquel día que aquella artista crepuscular, por no decir invernal, Mae West, me confesó tendida en una hamaca, en lo alto de una de las siete colinas doradas de Los Ángeles: «Mi madre, antes de venir a vivir aquí, me dio este consejo: 'Tú ya sabes, hija mía, que en Hollywood lo más peligroso es tumbarse'».

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Cosa que ella olvidó bien pronto, y no es por faltarle al respeto, que no hay más que asomarse a su filmografía, que está al alcance de todos, por ejemplo, en Internet, aunque no siempre de forma muy rigurosa.

Y, en fin, que llaman a la puerta. La asistenta boliviana, hija de aymara y quechua, Claudia se llama, que cuida y sostiene en pie a mi santa y a mí, abre la cueva llena de libros y memorias que me aplastan, llena sobre todo de Granada, y me informa: «Ya están aquí los sanitarios que van a hacerle la prueba del coronavirus».

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Una pena, yo creía que eran los de la vacuna, pero, por lo que me dicen, habrá que esperar, como poco, hasta mediados de año y eso que soy, somos, dos viejos de alto riesgo, que tienen los días contados.

Pero lo que me digan, lo que encuentren ahora mismo, se lo contaré el domingo que viene, porque ya saben que les cuento todo lo que me pasa, lo bueno y lo malo. O sea, como cuando Paquirri, el pobre, ahora de tan inmensa actualidad, se iba muriendo mientras lo llevaban desde Pozoblanco hasta el hospital militar de Córdoba, por las siete cuestas malditas de Cerro Muriano: «Ea, ustedes vosotros tranquilos, que aquí no pasa nada».

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Y se estaba muriendo a chorros…

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