Cuando hay sucesos extraordinarios (la muerte de Franco, 23F, 11S, 11 M, pandemia, elecciones cruciales) la conmoción se apodera del ánimo colectivo. No cabe sustraerse ... a su impacto. Hay acontecimientos públicos que llegan a definir una época y que afectan a las emociones y actitudes.
En estos años se nos acumulan los acontecimientos asombrosos y superan nuestra capacidad de asimilación. La pandemia se ha ido subdividiendo en hitos: la reclusión colectiva, el impacto de las muertes, el «ya hemos vencido al virus», la recaída de la segunda ola, la llegada de las vacunas, la vacunación, ahora la sexta ola (y lo que te rondaré morena).
No solo la pandemia. La impresión de los últimos años es que vivimos una sempiterna vorágine histórica: ruptura del bipartidismo, llegada de regeneradores, advenimiento, caída y resurrección de Sánchez, república catalana (visto y no visto), huidas y encarcelamientos de independentistas, juicios históricos (con condenas), moción de censura, gobierno Frankenstein, régimen constitucional en manos de anticonstitucionales, comunistas al poder, indultos a sediciosos...
Para más inri, los sucesivos saltos históricos llegan adobados de alardes retóricos exuberantes, que buscan situarnos en una suerte de clímax histórico, ese momento excepcional en el que creamos un nuevo comienzo.
La principal ambición de estos tiempos de progresía consiste en crear un nuevo mundo, hacer tabla rasa del pasado y volver a empezar. Para ello, la herencia de la historia está mal vista, por lo que conviene cepillarse las estatuas del pasado, que algo habrán hecho (por esclavistas, homófobos, machistas, ricos, militares, religiosos, monarcas y etcéteras, pues todo el pasado resulta sospechoso). Además, la soberbia ideológica está muy asentada, por lo que sin ninguna duda nuestro nuevo comienzo será el bueno: si hay fallos, será por culpa de los otros.
La saturación de hitos históricos tiene algunos inconvenientes. No hay cuerpo que aguante lo de vivir siempre en la excelencia. Hasta nuestra capacidad de solazarnos con la Novena de Beethoven, las óperas de Wagner o el Quijote tienen un límite. No podemos vivir siempre en lo sublime. Necesitamos poner los pies en el suelo de vez en cuando.
Lo mismo sucede con los acelerones históricos. Cansan. Tenemos necesidad de alguna rutina. No vivir la sensación de que cada vez que se reúne el Consejo de Ministros (y Ministras) podemos entrar en una nueva era, tras reinterpretar la Constitución, la justicia, las relaciones exteriores o lo que toque. Todo fluye, todo se transforma, pero precisamos algún asidero. Agobia la sensación de vivir constantemente al borde del abismo, imaginando que antes de acabar la legislatura ha podido quebrar la Constitución, España como unidad, la monarquía y la convivencia, todo por los juegos malabares del mando, una de cuyas funciones debería ser la de evitar sobresaltos, no provocarlos.
Además, el imaginario de que vivimos tiempos de grandes cambios pertenece a las fantasías. Llevamos años de sobresalto permanente y promesas de regeneraciones, pero no hay ningún indicio de acciones para impedir corrupciones futuras, desajustes territoriales o amenazas a la división de poderes.
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