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La vida es como montar en bici, para seguir hay que pedalear

La vida es como montar en bici, para seguir hay que pedalear

Opinión | Líneas discontinuas ·

La bicicleta es uno de los regalos más solicitados a los Magos de Oriente o en su defecto a las madres y padres del planeta. Pero no llegan siempre cuando uno lo desea. Incluso, a veces, nunca llega, y así pierdes la oportunidad de aprender a montar y pasas de la posibilidad de encomendarte a los ruedines a pilotar una Harley Davidson por la Ruta 66. Estamos en vísperas de Reyes y Agudo y Medina echan la vista a atrás y demuestran que de las pequeñas decepciones también se aprende.

Antonio agudo martín y Ernesto medina rincón

JAÉN

Sábado, 5 de enero 2019, 12:44

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Fui niño peatón

 (...)si los Reyes nos traían juguetes a pilas intentábamos descambiarlos por otros pasatiempos que no necesitarán las Tximist de CEGASA.

Nunca tuve bicicleta. Ni para el invierno ni para el verano. Jamás dejaron en mi balcón en la noche de Reyes una BH, y muchos menos una Motoretta de manillar al estilo Chopper. Nunca tuve bicicleta y tuve que aprender a montar en moto, directamente. Lo hice en una Mobylette Campera azul de faro cuadrado con agüarines. Así que primero aprendí a manejar un ciclomotor y luego, años más tarde, aprendí a dar pedales sin perder el equilibrio. Jamás tuve una bicicleta y mucho menos pude disfrutar del lujo de los ruedines que te colocaba tu padre con una llave inglesa oxidada. Nunca tuve bicicleta pero en cambio la calle era nuestra. Los Reyes sí eran más generosos a la hora de dejar balones de curtix que servían para convertir las plazas y la vía pública en improvisados terrenos de juego en los que la portería eran dos chaquetones hechos un ovillo en el suelo. Los equipos se seleccionaban por sorteo entre los líderes de la pandilla. Desafíos futboleros que eran una maraña de piernas flacuchas y rodillas huesudas llenas de raspones y heridas para recordar lo guarro que era Pedro a la hora de defender: «el balón pasa pero el tío no» se jactaba el muy mamón que nos tenía a todos tullidos. Nunca tuve bicicleta pero sí una pandilla de chavales orejones y  con el pelo cortazo a tazón para los que era una fiesta que Carmen, la de esquina, se hubiera comprado un frigorífico y que nos regalara la caja para convertirla en fuerte, trineo, refugio, castillo, celda o nave espacial. Éramos así de simples o de pobres. Tanto que si los Reyes nos traían juguetes a pilas intentábamos descambiarlos por otros pasatiempos que no necesitarán las Tximist de CEGASA. Los Juegos Reunidos Geyper. Un fuerte Comansi. Un libro de cuentos del Capitán Trueno o la edición extraordinaria del Almanaque de Navidad de las Hazañas Bélicas de Boixcar o la Ambulancia fabricada por Juguetes Rico. Estos no necesitaban mantenimiento. Nunca tuve bicicleta, amigo Ernesto, y eso que mejoré mi caligrafía para que en las cartas se entendiera perfectamente mi petición: quiero una bicicleta de barra con faro y con manillar de carreras. Nunca me la trajeron pero la infancia me empujaba en volandas a coronar todos y cada uno de los puertos de la edad. Nunca tuve bicicleta pero jamás paré de dar pedales a la ilusión.

Una bicicleta para cinco

(...) a falta de que nos naciese el que había de jugar por el callejón del ocho, ya íbamos camino de completar una delantera de las clásicas, con delantero centro, Gárate, evidentemente, dos extremos y dos interiores.

Cuando mis padres hubieron comprado el ático al que nos mudamos después de diez años de alquiler, le preguntábamos a mi madre: «¿en la terraza se puede montar en bicicleta?». Se podía, por más que la bicicleta con ruedines tardase en llegar y era para compartirla entre todos los hermanos que, a falta de que nos naciese el que había de jugar por el callejón del ocho, ya íbamos camino de completar una delantera de las clásicas, con delantero centro, Gárate, evidentemente, dos extremos y dos interiores. Todavía anda por las estanterías del hogar familiar la foto en blanco y negro de cuatro zagales vestidos de rojiblanco con camisetas a las que mi madre les había cosido los números previamente dibujados y recortados por mi padre en retales de tela negra. Mientras llegaba la bicicleta jugábamos al fútbol en la terraza con pelotas de papel de periódico sujetas con gomas elásticas porque el balón de reglamento «puede caerse a la calle y lo perdéis, además de que rompa el cristal de un coche o le dé a alguien», intentaba convencernos mi madre, que se hacia la tonta al ver en sus macetas tachos tronchados. Del corpus delicti floral nos deshacíamos con diligencia por el expedito procedimiento de tirarlo por la barandilla. ¡Que espabilara quien pasase por abajo! En aquella terraza jugábamos en las horas de la siesta veraniega con bicicletas de platetes que recorrían las etapas de una Vuelta a España pintada con tiza sobre el suelo de baldosa catalana. Hasta que era la hora de echar un partido pendientes los chaveas de los coches que osaban invadir nuestro campo de juego. La venganza por aquellas intrusiones que conllevaban interrupciones y discusiones sobre dónde estaba el balón y quién lo llevaba era que los huecos de los automóviles aparcados trocábanse en porterías. Sonaba la voz de mi madre o el silbido de mi padre para que nos subiésemos y quedaba la revancha para el día siguiente. En aquellos tiempos todos los días eran vísperas de Reyes porque por fortuna Sus Majestades de Oriente habían delegado permanentemente en unos pajes maravillosos, mis padres, que sabían lo que se hacían. Ahora tengo dos bicicletas de montaña, pero echo de menos las vueltas de quince metros en la terraza de mi niñez porque los pedales de la ilusión dependen del día. Unas mañanas no van. Otras, menos mal, vuelvo a oler la infancia.

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