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Paseando por el cementerio

La Zaranda ·

MANUEL MOLINA

Martes, 31 de octubre 2017, 00:31

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Estoy triste, muy triste. Por edad cuando Tejero se adentró para representar su grotesca opereta aún no discernía lo suficiente y fui espectador después de que cerraran los recreativos y nos mandaran para casa. Fui espectador de la congoja de mis padres y allegados que sufrían y con nerviosismo inusitado no se despegaban de la radio. Ahora he vivido la misma sensación ya consciente y ha sido mi hija la que no llegaba a entender del todo mi interés denodado en la televisión y en las redes digitales. La congoja de otro atentado contra la convivencia se repite, esta vez igual de grotesco pero con apariencia de amabilidad, como un circo de fieras. Recuerdo estos días a mi querido Mario Benedetti, que siempre tiene versos para la tristeza: «usted aprende/ y usa lo aprendido/ para volverse lentamente sabio/ para saber que al fin el mundo es esto/ en su mejor momento una nostalgia/ en su peor momento un desamparo/ y siempre siempre/ un lío.» Ya te deja tocado si te acuna la congoja, pero te desarma con las tres últimas tres palabras del poema: «entonces/ usted muere.»

Convivimos con la extrañeza de pasear en mangas de camisa, como en un eterno momento canario o tropical y así nos choca más aún la presencia de membrillos, castañas -¿quién es el guapo que se pene a asarlas-, batatas o boniatos, que con su colorido daban un aire optimista al frío de otoño, pero todo ha cambiado y este mundo desconocido, climático y político, nos inquieta y despista como aves extrañas. Si en mi mano estuviera poder llevar a cabo un encuentro con algún significado participante en los sucesos que hoy nos avergüenzan le citaría en un cementerio. Y pasearía con él o con ella -confieso que sentiría más inquietud si se tratase de Forcadell- para dialogar de todo lo que no fuese política; del tiempo, de los viajes, de los seres queridos, de los deseos y poco a poco aterrizaríamos en nuestros límites, de la vida y por tanto, de la muerte.

Los cementerios me gustan para pasear por ellos y meditar. Allí las verdades y los pesares se difuminan por un cedazo mental que aporta el contexto, lo importante perdura y lo superfluo, se diluye. Existe entre tumbas y panteones paz y silencio, por fortuna. Comprendí y acepté mi destino hace años, mi efímera existencia; y desde entonces entre muertos no siento miedo, sino equilibrio. Despojado de las intempestivas pasiones intento alcanzar cierta paz y saber de mi fin me acerca a principios orientales, no desde la religión, sino de la actitud y después de visitar un cementerio salgo mejor persona, con una sacudida de lo tomado por importante, una vez que lo descargo de su oropel, se simplifica el interés y quedan las personas queridas, algunos lugares y la aceptación de lo que nos alimenta y permite un techo. Todo lo demás se diluye. Mi vida tiene un antes y un después tras participar en la identificación de unos restos de una de las personas que más he querido. Una vez sobrepuesto a la primera impresión cambié y mi visión de la vida fue distinta. Entre muertos no hay patrias, ni pueblo, ni banderas, por desgracia algunos yacen allí por ellas. Lo verdaderamente importante en nuestra vida es lo que existe sin esas tres palabras. Con tanto trajín «nadie extraña a una rosa muerta» (Charlotte Mew).

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