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Ignorancia

Los que en la actualidad ejercen de mendrugos con brío no tienen disculpa

JOSÉ ÁNGEL MARÍN

JAÉN

Miércoles, 14 de febrero 2018, 14:46

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La ignorancia es el deporte sin reglas que practican unos tipos muy seguros de sí mismos llamados ignorantes. La ignorancia no es dolencia grave salvo que el lego se aferre a ella. Si ello sucede, entonces, lo que era venial se transforma en chulería cerril. La ignorancia puede ser virtud en los humildes, pero nunca en los arrogantes. (Recomiendo el poemario de Pepe Corredor-Matheos, ‘El don de la ignorancia’, ed. Tusquets, 2004).

Los que en la actualidad ejercen de mendrugos con brío no tienen disculpa. Lo digo porque hoy se puede aprender, las bibliotecas están abiertas y la información fluye a raudales; ya solo queda cribarla, cosa que consigue gente corriente dispuesta a ello. No hacen falta ‘superpoderes’ para sortear la intoxicación y adquirir algo de criterio.

Zoquetes por vocación los hay de toda clase y condición, es más, de un tiempo a esta parte muchos de ellos son licenciados, catedráticos, columnistas e incluso poseen algún master. Sí, me temo que los zopencos que hacen de la ignorancia su rutina son legión. Muchos de ellos nos han gobernado y nos gobiernan; no hay más que atender al estado en que se encuentra la sociedad. Digo que los hay de todo tipo, machos y hembras, y tienen en común que todos son fanáticos, fieles de ese credo cuyo primer y único mandamiento consiste en comulgar con las ruedas de molino que imponga modas o su militancia.

La atlética ignorante que practica tanto zote suele ir acompañada de una praxis cinegética que consiste en intentar abatir a los que no comparten su catecismo. Juegan al acoso y derribo con la temeridad del necio que nunca duda, que no se ilustra pues se saben en posesión de la verdad absoluta. Estos tarugos son temerarios porque ellos lo valen, porque un día leyeron un libro –no entero- y desde entonces presumen de intelectuales orgánicos.

La temeridad narcisista hace tándem con la ignorancia pues con su auxilio el ignorante asciende en la escala profesional y en las otras; le permite encaramarse y ofrecer sus fuegos de artificio. A fuerza de creérselo muchos presuntos sabios logran mando en plaza y se visten como corresponda al gremio convencidos de que el hábito hace al monje.

Al ceporro no le preocupa andar con la cabeza vacía porque tiene la boca llena de los improperios que tocan. Dice un amigo psiquiatra que hemos de ser comprensivos con estos adoquines porque arrastran traumas de infancia, trastornos de diván que precisan camisa de fuerza. Y así les reímos la gracia porque en esta sociedad licuada todo vale, y cuanto más burdo más exitoso.

Estos atunes opinan de todo y lo hacen categóricamente pues para eso están en posesión de certezas. Son partidarios de que el fin justifica los medios y no dudan en emplear los métodos del ocultismo progre para conseguir sus objetivos, sea lo que sea lo que se lleven por delante. Opinan con desparpajo de cómo construir un puente, de cómo pilotar una nave espacial o de un proceso judicial.

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