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El estanque

LA CARRERA ·

Quien discrepa con algún sentido innova y, al mismo tiempo, propicia avances que de otro modo nunca llegarían (...)

JOSÉ ÁNGEL MARÍN

Martes, 14 de agosto 2018, 18:29

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Pocos son los que discrepan en el cementerio, entre sus inquilinos reina una calma infinita que muchos no quisieran. No es ese el consenso que más añoramos los que todavía estamos en esta orilla, y aunque nos sabemos fungibles y titulares allí de una parcela damos largas a tomar posesión del solar eterno que está esperándonos.

Me ha salido un párrafo inicial algo tétrico, pero no corran; ya sé que es verano, no noviembre. Sin embargo, acudo al consenso con cierto dramatismo para trasladar una idea sobre la capacidad para disentir y convertirnos, llegado el caso, en nota discordante de esas que a veces tocan los cataplines de quienes tienen la sartén por el mango.

Disidentes fueron Copérnico y Galileo, y aunque ellos lo pagaron caro, hoy el mundo se alegra del impulso científico que ambos provocaron en muchos descubrimientos que nos hacen mejor la vida. También muchos avances sociales se debieron a la discrepancia con el 'status quo' de pensadores que fijaron objetivos en el progreso sin necesidad de alterar la rotación de la Tierra. Notables discrepantes siguen haciendo evolucionar las artes contribuyendo a que tomemos conciencia de la singularidad de la condición humana.

Quien discrepa con algún sentido innova y, al mismo tiempo, propicia avances que de otro modo nunca llegarían, es decir, aquellos que nos quitan tocino de la cabeza nos curan del adocenamiento y revitalizan el agua sebosa del estanque. Quien nos dice lo que no queremos oír nos favorece.

Quizá sean bastantes, tal vez muchos, los que en este punto se apunten al carro de la disidencia. No obstante, debo dar ahora la ración de arena pues discrepar tiene sus riesgos: El primero y más peliagudo es el riesgo de romper el consenso social que es tan útil en ocasiones para hacer potable la convivencia. El segundo más que un peligro es un trance que solo superan los audaces, me refiero al miedo que atenaza a los pusilánimes ante la posibilidad de ofender, un 'riesgo' que no están dispuestos a asumir los incapaces de enfrentarse al rechazo. Estos borreguitos acríticos antes de aventurarse en el desafío de contradecir a nadie han de pasar por el diván del loquero y atiborrarse de fármacos o, en el peor de los casos, se encomiendan a la ingesta de alcoholes y otras sustancias desinhibidoras. Luego no todo el monte es orégano.

Los adocenados y quienes manejan los hilos estarán ahora frotándose las manos, respirando aliviados pues en la autocensura del párrafo anterior y en el miedo a cuestionar al grupo habrán creído hallar sus esperanzas de éxito. La autocensura suele ser el remedio que tienen los convencionalismos absurdos para instalarse y hacer su agosto: una forma de amordazar al personal la mar de cómoda.

Craso error el intento de aniquilar a la gente crítica, pues siendo el consenso una virtud cívica, el disenso es clave y motor del progreso. Hablo del desacuerdo no solo con los demás sino también con uno mismo, por supuesto.

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