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La Edad de plástico

Opinión | La Zaranda ·

Resulta curioso que a la vez que un animal salvaje como el elefante haya quedado mermado en extremo por la escabechina del marfil, éste supusiera el origen de una investigación trascendente para el descubrimiento del plástico

MANUEL MOLINA

JAÉN

Domingo, 10 de junio 2018, 14:29

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Como existió una edad de piedra, del hierro o del bronce, ya se apunta que la nuestra es la del plástico, elemento que ha producido una de las mayores revoluciones en un corto periodo de tiempo y paralelo al vértigo con el que se ha impuesto, corre la deriva de su impacto medioambiental, llenando basureros en tierra y mar sin entrega a la descomposición. Resulta curioso que a la vez que un animal salvaje como el elefante haya quedado mermado en extremo por la escabechina del marfil, éste supusiera el origen de una investigación trascendente para el descubrimiento del plástico. Una marca de bolas de billar, entonces de marfil, a mediados del siglo XIX en los Estados Unidos creó un premio para quien aportase un sustituto con las mismas características. John W. Hyatt fue el afortunado, a partir de los conocimientos del británico Alexander Parkes. Diez mil dólares de la época suponían un atractivo enorme para ello. El invento se llamó celuloide, ya saben dónde se propagó.

En los denominados polímeros, tipos de plásticos, podemos encontrar el rastro de varios premios Nobel que aportaron su conocimiento para que hoy día hablemos con conocimiento de causa de stireno-butadieno, los poliuretanos, el poliestireno o los poliéster. Los tenemos en casa como aislantes, ropa, envoltorio; silenciosos plásticos que nos envuelven. A estos se unieron polipropileno, el poliacetal, el policarbonato, el polióxido de felineo, que nos rodean aún más. Hemos llegado a un punto en que se puede decir que un país es desarrollado analizando la producción y consumo de esos elementos.

«Dicen que tienes veneno en la piel y es que estás hecha de plástico fino». Lo cantaba Santiago Auserón, como una profecía en los años ochenta del pasado siglo, cuando se produce la verdadera proliferación del plástico. Las bolsas llegaron para quedarse y la madera, el cartón o el vidrio quedaban relegadas por lo moderno. La bolsa de loneta era una antigualla que había que doblar, guardar y lavar. El brillo blanco o transparente de la bolsa se convertía en un hipnótico para el consumo. Una nueva especie de creencia ofrecía a la modernidad su cartel de funcionamiento en forma de plástico.

Hubo un tiempo sin móviles, hace muy poco, y en él no existían los plásticos. Aunque cueste creerlo en el campo se ubicaba cercana a las casas un muladar o estercolero donde se depositaban los excrementos humanos y animales, las sobras orgánicas. Luego ese abono natural servía para incrementar la salud y producción de fincas y hortales, hasta comenzar otro ciclo. Pero de pronto allí cayó una extraña lata, que no se descomponía, y luego una bolsa que aún tardaba más en ese proceso. Lo peor de todo es que habían tenido tan solo un uso. Poca rentabilidad para tanto rastro futuro. «Tierra y agua, los dos elementos esenciales de los cuales depende la naturaleza, se han convertido en botes de basura». Conviene recordar al admirado Jacques-Yves Cousteau, que tanto fue nuestros ojos y conciencia, a bordo del Calipso. Se fue antes de apreciar esos vientres de ballenas atestados de botellas vacías y esos mares de plástico en vez de sargazos. Somos nuestro peor enemigo, creando un futuro donde lo indestructible se ha convertido en un monstruo, en este caso de plástico.

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