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Hubo un tiempo en que los hospitales no fueron suficientes. Cuando, aquel lejano 2020, el virus de la Covid-19 se adueñó de cada resquicio ... del reloj y de la vida, entrar en un centro hospitalario era, para muchos, una despedida que hoy parece haberse olvidado. Pero dentro de las paredes blancas, en las habitaciones que se aislaron y los pasillos cargados, la memoria prevalece, sobre todo la que duele, que nunca se va.
Manuel Ruiz Bailén, jefe de sección de cuidados intensivos del Hospital de Jaén es especialista en medicina intensiva y se dedica a las patologías cardiológicas. Su ámbito es el corazón en Urgencias. Y en el momento en que la única enfermedad que parecía robar el aliento era el coronavirus, fue de los que se dejó la piel en la UCI del centro de la capital jienense. «Ni mirábamos la hora», afirma. De ocho de la mañana a doce de la noche, con contadas pausas para seguir «trabajando como burros». «Solo frustraban los resultados», señala.
Y es que los resultados eran dramáticos. «Un día estaba de guardia y una compañera se encargaba a bajar los pacientes y yo a intubarlos. Ni les miraba la cara. Entonces, de buenas a primera oigo: 'Manolo, no me intubes, que sino me muero'. Era un amigo de mi pueblo. Lo intubé y murió». Una historia que resume el «horror» como muchos sanitarios todavía llaman a lo ocurrido aquellos meses, en especial en 2020, el más duro, más incierto y más terrible en cifras. «Había que llamar a los familiares del paciente, que no conoces, para decir que desgraciadamente ha fallecido y que no podía ir a verlo. Era terrorífico».
Ruiz era de los que «se olía» lo que iba a llegar. Tenía contactos en Italia y compañeros del Ejército que advertían que aquel virus no era «uno más». «Pero por mucho que decían, no quieres creerlo», afirma, y recuerda cómo la pandemia de la gripe A, entonces fresca, se tenía como referencia, que fue «terrorífica». Sin embargo, esta fue «muy superior».
La dirección del Hospital de Jaén y de otros centros de la provincia tuvieron que hacerse con más guantes, mascarillas y EPI. Estos últimos, equipos hasta la fecha limitados y que apenas se usaban, teniendo que ser complemento esencial de los sanitarios de la noche a la mañana. Siempre tenía que haber alguien con el traje puesto para atender a los contagiados, pacientes que día a día se multiplicaban. Y que también tocaban a los sanitarios. «Me infecté dos veces», asegura, algo «inevitable» ante una exposición continua y que le forzó a «autoaislarse» en su propio hogar, haciendo vida en una planta aparte del resto de la familia: «Asumía que la Covid-19 estaba conmigo todo el rato», dice, y añade: «Dormía poco porque estaba estresado continuamente, era venir al hospital con sensación continua de agobio, de miedo».
Lo único bueno de la Covid, según el médico intensivista Manuel Ruiz, fue «ver hasta dónde llega la colaboración del ser humano», que se demuestra que por naturaleza «es bueno». Además de «la valentía, que no faltó». «Había lo que había y nos cubríamos entre todos, aunque nos sobrepasaba», recuerda. Lo «feo», las muertes, que «no entendían de edad». Compañeros de promoción suya fallecieron dedicándose a tratar de salvar vidas en otras comunidades autónomas. Nadie se libraba.
Hasta la llegada de la vacuna. «Íbamos a la desesperada, era como agua bendita, fue un gran éxito y estoy convencido de que salvó muchas vidas», relata, que se suma a la «inmunidad general, pues todos hemos pasado algún tipo de Covid».
Cinco años después, ¿se ha aprendido? Según el médico Manuel Ruiz, «algo sí». Señala que se ha reforzado en respiradores y material de UCI. «Ahora sí nos creemos las enfermedades virales», por lo que se ha logrado mejoras en los protocolos a la hora de aislar pacientes, sin olvidar que «hay más concienciación», a pesar de que «si hubiera otra pandemia, pasaría lo mismo, sería otro virus». «La Covid sigue existiendo, aunque se intente olvidar o negar su gravedad, está ahí y debemos estar preparados», subraya.
«Dicen que el tiempo lo cura todo y lo malo se tiende a echar fuera, es lo que pasa con el virus», explica María Alarcón Mata, enfermera del Hospital de Jaén, hoy en día supervisora. Cuando ascendió estábamos en tiempos de mascarillas, así que no vio realmente la cara de sus compañeros hasta después de la «normalización». «Era raro, hubo unión al máximo, nos quedábamos lo que hacía falta porque éramos una piña», asegura.
El compañerismo era de las pocas razones que impulsaba su energía, además de la sensación de deber. «He estado 20 años trabajando en Madrid y justo entonces volví a Jaén, no sé cómo habría acabado si hubiera seguido ahí», indica, y añade: «Éramos los únicos que podíamos hacer algo para ayudar a la población, era un deber, salía de dentro». Aunque era duro, mucho. Como enfermera en la quinta planta de Medicina Interna, debían hacer una selección para ver quién era candidato de UCI y tenía posibilidades. «Era difícil, porque estamos aquí para salvar vidas, no para seleccionarlas».
Cada nuevo turno se llenaba de incertidumbre. «Cuando me levantaba por las mañanas pensaba en quién dejaba el día de antes y a ver quién estaría al día siguiente, la gente fallecía muy rápido», lamenta, con una imagen que no se borra de su memoria: «Veíamos cajas de defunciones, que no eran los ataúdes habituales, pues debían ir cerrados herméticamente. Y había cajas y cajas y cajas».
Por ello, trataban de volcarse, en la medida de lo que se podía, en los pacientes ingresados. «Nos trajeron tabletas para que hicieran videollamadas a sus familiares o les ayudábamos para que pudieran al menos charlar con ellos, también nos contaban cosas de su vida, sus hijos o su pueblo, mientras les sacábamos sangre o estábamos con ellos, sobre todo la gente mayor», cuenta, en un «ratito» que para ellos significaba más, con compañía que les animaba en mitad del forzado aislamiento.
Después tocaba regresar a casa, quitarse los zapatos, la ropa y «lavarte todo, el pelo, todo, todo». «Recuerdo a una compañera de planta que decía 'date bien en los tobillos y detrás de las orejas', donde más desprotegidos estamos. Era frotar, frotar y frotar, era obsesión y miedo, temor a contaminar el baño, a que la Covid saliera de la ducha… Luego a la lavadora, así todos los días. Era una sensación muy mala».
Eso sí, no olvida los aplausos a las ocho de la tarde, los detalles y ánimos de la gente. «Lloraba, era bonito ver la reacción de la gente, cómo nos animaban», y no solo desconocidos, también de sus vecinos, pues cuando no se podía salir y daba pánico a tocar cualquier cosa del exterior, uno de ellos le dejó una nota en la puerta de casa, con un mensaje que todavía se conserva y espera que no se olvide: «Gracias».
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