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El escritor Gabriel García Márquez.
García Márquez: «Odio 'Cien años de soledad'»

García Márquez: «Odio 'Cien años de soledad'»

El premio Nobel vivió su mayor éxito literario como una pesada carga. Nunca supo digerir la avalancha de elogios

TomÁS GARCÍA YEBRA

Jueves, 17 de abril 2014, 22:06

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Corría el mes de septiembre de 1991 cuando una mañana, el director de 'El Semanal', Juan Fernando Dorrego, me llamó a su despacho.

-Gabriel García Márquez está en España. Vamos a entrevistarle. Y quiero que le entrevistes tú.

-Perfecto. ¿Dónde hemos quedado?

-En ningún sitio.

Le miré con desconcierto.

-Entonces, ¿cómo le voy a entrevistar?

-Está en Sevilla. Vete allí y habla con él.

No supe reaccionar. Enseguida él me lo aclaró.

-Un periodista es un señor a quien se le dice: ¿ves ese pajarito que hay encima de aquella antena de televisón. Bien, tráemelo. El buen periodista es el que consigue atrapar al pajarito; el mal periodista es el que lo deja escapar. No me digas cómo vas a conseguirlo. Lo que quiero oír, es: Aquí tienes la entrevista.

La métafora, como tal, me pareció maravillosa. Lo difícil -al igual que las enseñanzas de Jesucristo- es llevarlas a la práctica.

Me fui a Sevilla con la derrota en el equipaje. Pero de aquella experiencia aprendí una metáfora que sirve para todos los asuntos de este oficio (y de la vida). Lo decía Rudyard Kypling: Se intenta todo, por muy difícil que parezca, pues el 'no' es lo único que tienes asegurado.

Me enteré que estaba alojado en el hotel Alfonso XII. Hice guardia desde las diez de la noche. García Márquez apareció a los dos de la madrugada, acompañado de un amigo.

Me acerqué y me presenté. Sabía que el mensaje debía de ser corto, creíble y contundente.

-Buenas noches, señor García Márquez. Vengo de Madrid. Soy periodista del dominical 'El Semanal', el de mayor tirada de España. Me gustaría entrevistarle. Me ha dicho mi director que como vuelva de vacío me prepara la cuenta.

Me miró fíjamente a los ojos.

-No se apure. Mañana desayunos juntos. A las diez le espero en la cafetería.

A veces te esfuerzas y no consigues nada. Otras, sin ningún esfuerzo, consigues una de las entrevistas de tu vida. ¿Suerte? Sí, pero la suerte -como dijo aquél- hay que salir a buscarla.

Mientras untaba de mermelada una rebanada de pan tostado, le hice la primera pregunta.

-Sus primeros libros, como 'Los funerales de Mamá Grande', 'La mala hora' o 'El coronel no tiene quien le escriba', se vendieron con cuentagotas. Hasta que, en 1974, residiendo en Barcelona, publica 'Cien años de soledad'. ¿Cómo repercutió en usted el enorme éxito de esta novela?

-Una conmoción. Y no para bien. El acoso al que he sido sometido me ha perturbado. Desde entonces mi vida ya no es la misma. No soy una persona normal. Trato de separar el antes y el después, pero resulta muy difícil: amigos a los que creía fieles han vendido mi correspondencia, la gente se te acerca y nunca sabes sus intenciones... Asimilar un éxito tan desmedido es tarea de héroes, y yo no soy ningún héroe, soy una persona bastante débil.

Se quedó unos segundos pensando.

-Antes, cuando era una persona normal y espontánea, quedaba con alguien para almorzar y bromeábamos de cualquier insignificancia y nos lo pasábamos estupendamente. Ahora, cuando llego a un restaurante, hay veinte personas esperándome, como si fuese una atracción de circo. Y no sólo eso: durante el transcurso de la comida esperan la frase inteligente, la ocurrencia magistral. ¡Agotador!

-Conan Doyle acabó renegando de Sherlock Holmes. El personaje terminó devorando a su creador. ¿Le ha ocurrido a usted algo parecido?

-Yo no reniego de 'Cien años de soledad'. Me ocurre algo peor: la odio.

-¿Por qué?

-Está escrita con todos los trucos de la vida y con todos los trucos del oficio. Eso no lo ha sabido ver ningún crítico. Los críticos tratan de solemnizar y de encontrarle el pelo al huevo a una novela que dice muchas menos cosas de lo que ellos pretenden. Sus claves son simples, yo diría que elementales, con constantes guiños a mis amigos y conocidos, una complicidad que sólo ellos pueden entender.

-Sostiene que 'El otoño del patriarca' es muy superior a 'Cien años de Soledad'?

-Con diferencia. Aquí, en cambio, los críticos, ni han sabido leerla ni han sabido interpretarla. Decepcionante.

-Le decepcionan los críticos y no tiene un buen concepto de las entrevistas.

-Los críticos dicen muchas majaderías. Y de las entrevistas, ¿qué le puedo decir? No sirven para nada. Ninguna persona se deja ver en una entrevista. Responde lo que le conviene. Dígame, ¿para qué sirve esta entrevista?

-De momento, para saber qué opina de las entrevistas. Ya es algo.

Sorbió un poco de café y pidió que le sirvieran otra tostada.

-'La metamofosis', de Kafka, fue un libro clave en su vida.

-Sí. Estaba en la universidad, en primero de Derecho. Debía tener unos diecinueve años. Al abrir el libro y leer: Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquio, encontrose en la cama convertido en un enorme insecto. ¡Coño -me dije-, así hablaba la abuela! Y pensé: si eso está impreso, yo también quiero ser escritor.

-Venticuatro líneas es la media de su producción diaria.

-Escribo con máquina eléctrica y soy enfermizamente perfeccionista. Repito el folio hasta que no sobre ni falte una sola palabra.

-Perfeccionista y supersticioso.

-No soporto el mal gusto. Y el mal gusto está relacionado con la mala suerte. Los venezolanos llaman 'pava' al efecto maléfico que desprenden las personas o los objetos rebuscados. Para mí, tienen pava los caracoles detrás de la puerta, los acuarios dentro de las casas, los pavos reales, el frac -por eso rechacé ponérmelo en la recepción del Nobel-, los mantones de Manila, y esas estudiantinas españolas que entran en los bares cantando..., ¿cómo se llaman?

-Los tunos.

-En efecto, los tunos. Pocas cosas hay tan pavosa como ésa.

Se acerca una chica, nos interrumpe y pide al Nobel que estampe su firma en una hoja de papel. García Márquez, con educación, le dice que no. Seguidamente le explica los motivos. La chica insiste. El Nobel se mantiene en sus trece. La chica le implora. García Márquez le vuelve a decir que no, esta vez con la cabeza. La admiradora, medio llorando, se da la vuelta y se marcha. ¿Lo ve? Nadie me trata con normalidad .

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