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Miguel Pérez
Martes, 29 de abril 2025, 08:13
Mark Carney es un 'rara avis' entre los primeros ministros. Llega a la cúspide de la política sin haber ocupado anteriormente cargo gubernamental alguno ni ... disponer de un pasado como legislador en su país. De hecho, su historial político es ciertamente sucinto. Como su francés, al que le faltan algunos retoques para quedar pulido.
Elegido por el Partido Liberal para suceder a Justin Trudeau tras su renuncia al cargo en enero, los canadienses han empezado a conocer en profundidad al Carney político hace unos pocos meses. Pero en ese tiempo les ha convencido de que puede ser el hombre capaz de pilotar el país gracias a dos factores clave: sus credenciales como economista y una disposición totalmente contraria a lo que representa Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, que incluso este lunes electoral envió un mensaje reiterando su afán de convertir esta nación en el Estado número 51 del país de las barras y estrellas.
Carney tiene el ADN que necesita un buen hijo de Canadá. Nació, el 16 de marzo de 1965, en Fort Smith, en los denominados Territorios del Noroeste, y fue un consumado jugador de hockey sobre hielo, el deporte nacional, con el que logró la beca para estudiar en Harvard. Jugó mucho como portero y eso no es poca cosa, dice mucho sobre el valor y la templanza. Procede además de las tierras sagradas, las denominadas Primeras Naciones, lo que le confiere una potente identidad a ojos de la comunidad. Y eso que tiene tres nacionalidades: canadiense, británica e irlandesa. Ha anunciado que renunciará a las dos últimas para evitar conflictos de interés durante su liderazgo del Gobierno canadiense.
Hijo de un director de instituto que más tarde se convirtió en profesor de la Universidad de Alberta, la mayor parte de su infancia y adolescencia transcurrió en la ciudad de Edmonton. Estudió Economía en Harvard y el postgrado en Oxford. El Everest para un economista. Profesional ambicionado por la élite financiera, trabajó durante trece años para Goldman Sachs en sus sedes de Toronto, Nueva York y Tokio y conoció de cerca la 'crisis del rublo' rusa de 1998.
Más allá de su carácter de neófito en la política, el nuevo jefe de Gobierno canadiense ha sido pionero en otros altos menesteres. Por ejemplo, ha sido el primer ciudadano no británico en dirigir el Banco de Inglaterra tras asumir el cargo de gobernador en 2013. Se mantuvo en él hasta 2020, es decir, en los complicadísimos y turbulentos tiempos durante los que se forjó en Brexit. Antes se había desempeñado como gobernador del banco nacional de su país (2008-2013) en un momento especialmente delicado debido a la crisis financiera de 2007. Llegó al sillón con solo 42 años.
Carney es el líder contra pronóstico. De forma semejante a estas elecciones, donde partía con las peores opciones frente al conservador Pierre Poilievre, accedió al gobierno del Banco de Canadá tras derrotar a quien era su principal candidato, el vicegobernador Paul Jenkins.
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Es posible que otra razón de su triunfo electoral radique en la memoria de los mayores. Muchos canadienses recuerdan que este hombre, el más joven gobernador de un banco central en el G8 y el G20, evitó una grave crisis nacional abordando la recesión con medidas arriesgadas y, sobre todo, un recorte de los tipos de interés. Lo contrario de lo que hizo el Banco Central Europeo en 2008. Esta decisión, unida a otros estímulos monetarios, convirtió a Canadá en el primer socio del G7 en recuperar el empleo y el PIB.
Posiblemente, su historial en la línea del frente de la economía le ha valido el billete hacia el Gobierno. Hace solo unos meses, el Partido Liberal ostentaba el marchamo de perdedor. No había analista que le pronosticara algo mejor que una derrota histórica en las elecciones de este lunes. Y él ha conseguido darle la vuelta, bien es cierto que con la inestimable ayuda de Trump.
Los canadienses han depositado la confianza en su capacidad de gestor para pilotar la guerra comercial que ya ha comenzado con Estados Unidos, su principal socio, y dirigir el experimento de un acercamiento a la Unión Europea. De forma tranquila ha despertado el sentimiento nacional y el orgullo de sentirse canadiense de una manera totalmente contraria al populismo de su principal rival, quien ha llevado por todo el país la bandera del 'Canadá, primero', un lema demasiado parecido al que identifica al trumpismo para que la cosa acabara bien.
Del nuevo jefe de Gobierno, los electores se han olvidado de que representa a las élites financieras mundiales, esas que se encuentran muy lejos del ciudadano corriente. Quizás influya el hecho de haber anunciado que quiere formar un gabinete lo antes posible para reducir la presión fiscal a los ciudadanos.
Carney dirigirá el cuarto gobierno liberal consecutivo desde 2015. Personalidad de la revista 'Time' en 2010 y uno de los cincuenta economistas destinados a marcar el rumbo mundial según el 'Financial Times', no es un líder proclive a templar ambientes o esconder lo que piensa. Ya lo dijo al comienzo de su campaña: «Los estadounidenses quieren nuestros recursos y nuestro país. Pero Canadá nunca formará parte de Estados Unidos».
Entre sus cargos, el nuevo primer ministro ha sido presidente del Consejo de Estabilidad Financiera, ha pertenecido al Grupo de los Treinta (un selecto club internacional que reúne a los economistas y académicos más influyentes del mundo), y ha sido consejero en la ONU para la Acción Climática.
La familia le llama. Carney se casó en 1994 con Diana Fox, a la que conoció durante un partido de hockey. Fox es una brillante economista británica especializada en justicia social y las causas climáticas. «Ecóloga» según los medios de su país por su simpatía hacia ciertos movimientos antibancarios y su denuncia de la brecha entre ricos y pobres. Ha pertenecido a las juntas directivas de decenas de ONG como Save The Children. La familia Carney tiene cuatro hijos. Profundamente religioso, al nuevo primer ministro le duele no haber podido asistir al funeral del Papa Francisco en Roma. El final de la campaña electoral le reclamaba.
En toda su experiencia internacional ha conseguido algo que convence a un país asomado a la incertidumbre de un vecindario poco empático: conoce muy bien a Donald Trump. Le ha visto en el G20, ha conocido cómo habla y cómo interactúa en los foros internacionales en los que participó durante su primera presidencia en la Casa Blanca. Y está bastante seguro de que su vecino, y principal rival a partir de ahora en la guerra comercial, es un fuego al que solo se combate con fuego.
Por eso, más allá de doblegarse a su carácter, Carney ha optado por el discurso duro y se propone combatir los aranceles de la Casa Blanca con otros aranceles, hasta que aflore una negociación conjunta. «Sé como gestionar esta crisis», les dijo hace unas semanas a los líderes del Partido Liberal. Y le han creído. Si durante su etapa al frente del Banco de Inglaterra en plena marejada del Brexit fue capaz de decir que era un error separarse de la Unión Europea, muchos creen que tampoco le faltará valor para plantar cara al «matón» de Trump.
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