La fosa del tesoro

Historia y leyenda se confunden en los relatos sobre riquezas de las que se perdió el rastro en la Segunda Guerra Mundial. ¿Estará cargado de oro y obras de arte el tren nazi que han encontrado en Polonia?

carlos benito

Miércoles, 9 de septiembre 2015, 21:28

Los propios habitantes de Walbrzych, una ciudad de 120.000 habitantes en el voivodato polaco de Baja Silesia, se están acostumbrando ya a comparar su ... nuevo estatus con el del lago Ness. Su monstruo particular es el tren nazi que dos investigadores dicen haber localizado con un georradar, sepultado en un laberíntico complejo de túneles que el Tercer Reich o, mejor dicho, sus prisioneros sometidos a trabajos forzados excavó en las llamadas Montañas del Búho. Nadie más que sus descubridores parece saber en realidad dónde está el supuesto convoy blindado, nadie lo ha visto y, desde luego, nadie tiene ni idea de qué diablos contiene, pero la noticia resulta tan novelesca y atractiva como la cabeza borrosa de un plesiosaurio asomando en las aguas oscuras de un lago de las Highlands. Y los turistas, cuyo número crece día a día, ya tienen a su disposición bonitas camisetas del Tren del Oro.

Publicidad

Muchos de los relatos sobre tesoros perdidos al final de la Segunda Guerra Mundial comparten esta condición volátil, dudosa, que se mantiene en difícil equilibrio entre la realidad y la leyenda de fantasía desbordada. La rapiña de riquezas y piezas artísticas que llevaron a cabo alemanes y japoneses a lo largo de la contienda les llevó a acumular un botín colosal: «Por ejemplo, solo las obras de arte saqueadas bajo la dirección de Adolf Hitler superaban las colecciones reunidas por el Metropolitan de Nueva York, el British Museum, el Louvre y la Galería Tretiakov de Moscú», resume el estudioso estadounidense Kenneth D. Alford. El rastro de muchos de esos trofeos se perdió en el caos del final de la guerra: algunos se han ido recuperando ahí están los 1.300 cuadros hallados hace tres años en un apartamento de Múnich, otros fueron destruidos y los hay que continúan su reposo de décadas en algún escondite o siguen retirados de la circulación por las personas que los tienen en su poder.

Algunas voces ya se han apresurado a apuntar que el más popular de estos tesoros perdidos podría estar, precisamente, dentro de los misteriosos vagones de Walbrzych. Se trata de la Cámara de Ámbar, la habitación forrada de este material que el rey prusiano Federico Guillermo regaló al zar Pedro el Grande, y que algunos se atrevieron a elogiar como octava maravilla del mundo. Las seis toneladas de ámbar de sus paneles, finamente labrados, adornaban una sala del Palacio de Catalina, la residencia veraniega de la familia real rusa, cercana a San Petersburgo. Cuando los nazis iniciaron la invasión de la Unión Soviética, ante la dificultad de retirar los paneles sin dañarlos, se intentó ocultarlos con papel pintado, pero esta maniobra desesperada no tuvo éxito: los alemanes se llevaron la Cámara a Königsberg, la actual Kaliningrado, y hay expertos convencidos de que fue arrasada por los bombardeos aliados sobre la ciudad.

Otros, en cambio, siguen buscando. «Después de muchos años de investigación intensiva, estamos más convencidos que nunca de que la Cámara de Ámbar, como muchas otras piezas saqueadas, sigue escondida en depósitos secretos de la antigua República Democrática Alemana», apuntan en la Amber Room Organization, un colectivo que rastrea su paradero desde los años 80. Es muy conocido el empeño de Eduard von Fale-Fein, barón de Liechtenstein que en los 70 fundó el Club de la Cámara de Ámbar, al que pertenecían desde agentes secretos hasta escritores policiacos como Georges Simenon, y que ha prometido una recompensa a quien la encuentre. La Cámara encabeza la lista de obras desaparecidas en la Segunda Guerra Mundial que ha confeccionado el Art Loss Register, la base de datos internacional sobre piezas perdidas y robadas: comparte ese puesto de honor con el Retrato de un hombre joven de Rafael, que estaba destinado al Museo del Führer pero acabó pasando por varias residencias del gobernador de la Polonia ocupada.

Más que el arte, lo que suele estimular a los cazadores de tesoros son los supuestos alijos de oro y joyas, esas fabulosas cargas que los perdedores de la guerra, acorralados por el avance enemigo, depositaron en lugares poco accesibles. Los túneles y minas de Polonia, Austria y Alemania Oriental son el entorno natural de este gremio reducido pero activo, que suele dejarse los ojos en revisar vetustos mapas topográficos, pero una de sus obsesiones más conocidas es el lago Toplitz: situado en los Alpes austriacos, con una profundidad máxima de cien metros, fue utilizado por los nazis para probar armamento subacuático. Según algunos testimonios, también se depositaron allí unas intrigantes cajas metálicas que los más optimistas suponen repletas de objetos valiosos. Lo más parecido que se ha encontrado hasta ahora son libras esterlinas falsas, que se imprimieron como parte de un plan para desestabilizar la economía británica, y también un arcón lleno de chapas de cerveza, sumergido por algún gracioso, pero todos los años se intercepta a buceadores deseosos de probar suerte. La inmersión reviste un gran peligro, ya que el fondo se encuentra cubierto de troncos: al menos siete personas han fallecido en el intento.

Publicidad

La fortuna de Marcos

También mantiene su vigencia entre los cazatesoros, muy lejos de los bosques austriacos, la historia/leyenda del Oro de Yamashita, la insólita acumulación de riquezas que el general japonés Tomoyuki Yamashita dejó escondidas, supuestamente, en algún lugar de Filipinas. Hay incluso quien se ha atrevido a hablar de toneladas de oro. Era el producto de saquear los países del Sudeste Asiático, un botín que las circunstancias del último tramo de la guerra impedían trasladar a Japón. Los especialistas más serios aseguran que no existe, que es pura elucubración inconsistente, pero las autoridades filipinas detienen con frecuencia a excavadores clandestinos, seguros de conocer su paradero. Cada cierto tiempo, se atisba su resplandor en la historia del país: se ha dicho que buena parte de la fortuna de Ferdinand Marcos provenía de allí (de hecho, según las hemerotecas, así llegó a declararlo su esposa, Imelda) y ha coleado durante dos décadas el pleito de Rogelio Roxas, un exmilitar que denunció al dictador por robarle las maravillas que presuntamente había encontrado en una cámara sellada.

Claro que no todos los tesoros tienen el brillo del oro y las piedras preciosas: una de las pérdidas materiales más dolorosas de la Segunda Guerra Mundial fueron los restos del Hombre de Pekín, una de las piezas clave en el estudio del Homo erectus. En 1941, durante la ocupación japonesa, se decidió que la mejor manera de preservarlos sería enviarlos al Museo de Historia Natural de Nueva York, vía el puerto de Qinhuangdao, pero las cajas que contenían las casi doscientas piezas se volatilizaron durante el traslado. En los planes previstos se cruzó el ataque a Pearl Harbour, y no faltan fuentes que sitúan el viaje del Hombre de Pekín (en realidad, fósiles de un grupo de individuos) a bordo de otro nombre clásico en la mitología de los buscatesoros: el Awa Maru, el buque japonés torpedeado por un submarino estadounidense en el que murieron 2.004 personas. Aquella tragedia también está envuelta en una de esas leyendas que se resisten a morir, según la cual el barco transportaba secretamente cuarenta toneladas de oro, doce de platino y treinta kilos de diamantes.

Publicidad

El hallazgo del tren en Polonia ha disipado de alguna manera el halo de irrealidad que envuelve estas viejas historias, pero habrá que ver en qué termina la recuperación del convoy: algunos van muy rápido y ya insisten en que, según relatos de la época, fueron tres los transportes blindados nazis que se perdieron en Walbrzych, pero también puede ocurrir que todo quede en nada, que no haya plesiosaurios y los únicos monstruos sean aquellos que desencadenaron la guerra.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad