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La hora de Turquía

La hora de Turquía

Se cumplen cien años de la derrota aliada en la batalla de Galípoli, donde un joven Atatürk alcanzó la gloria con su célebre «os ordeno morir, no luchar»

antonio corbillón

Jueves, 7 de mayo 2015, 00:33

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Estos héroes que derramaron su sangre y perdieron sus vidas, ahora yacen en el suelo de un país amigo. Por lo tanto descansan en paz. No hay ninguna diferencia entre los Johnnies y los Mehmets; se encuentran al lado uno del otro. Después de haber perdido la vida en esta tierra se han convertido en nuestros hijos también». Esta frase es el desgarrador resumen de lo que fue la batalla de Galípoli, en la costa turca, que cambió la historia europea hace cien años. Durante todo el año 1915, los turcos dirigidos por militares alemanes se enfrentaron y detuvieron a los británicos y franceses, apoyados por australianos y neozelandeses. El alegato inicial, atribuido al triunfador de aquella masacre, el comandante Mustafa Kemal Atatürk, es ahora lectura obligada para el turismo de guerra. Un fenómeno que atrae cada año a 2,5 millones de turcos y a miles de australes llegados de las antípodas para visitar los 31 cementerios diseminados por la zona y rendir homenaje a los 145.000 hombres que dejaron la vida en esta península del estrecho de los Dardanelos, puerta de entrada al Bósforo y a Estambul.

El mayor error militar de los aliados occidentales

  • un año de fracasos

  • Atascados en Europa, los aliados llevaron el frente al Oriente. Fracasaron tras perder docenas de barcos y más de cien mil hombres. Pero Galípoli demostró la capacidad de reconciliación. De su rescoldo nació la Turquía moderna y laica y el nacionalismo australiano y neozelandés. El 25 de abril es fiesta nacional en Nueva Zelanda. La oda Lest we forget (1915) es el canto antibélico más popular en los países que pusieron los soldados.

A Winston Churchill se le atribuye en 1940 la famosa frase de que «nunca tantos debieron tanto a tan pocos», en homenaje a los pilotos de la RAF (Royal Air Force) que detuvieron a los nazis camino de Londres. Pero un cuarto de siglo antes, la historia le asignó un papel mucho más innoble que llevó a los historiadores a afirmar que «nunca tantos cayeron por tan poco territorio». A principios de 1915, Churchill era el ambicioso primer lord del Almirantazgo británico. Tras un año de combates, la guerra se había atascado en las campiñas europeas en el barro y las trincheras. «¿Acaso no hay otras alternativas que el envío de nuestros ejércitos para masticar alambre de púas en Flandes?», se preguntó sir Winston.

Este fue el origen de la estrategia que trató de llevar el foco del combate hacia el decadente imperio otomano. Tan débil que a las potencias occidentales les pareció casi infalible el plan de Churchill: abrir el estrecho de Dardanelos, superar las minas acuáticas y los 50 kilómetros de viejos búnkeres y cañones turcos en la costa de Galípoli y entrar en Constantinopla Estambul aún se llamaba así. Después de 500 años de dominio otomano sobre la puerta de Asia, el bombardeo del palacio de Topkapi, residencia del sultán, parecía más fácil que nunca. La alianza francobritánica con Rusia acabaría de hacer la pinza para destrozar a las tropas de turcos y alemanes.

Todo salió al revés. Tras un año de ríos de sangre tiñendo las playas, el 8 de enero de 1916 los aliados se retiraron. La evacuación fue lo único exitoso de una operación que fue la tumba de 87.000 turcos y 58.000 occidentales y dejó 250.000 heridos graves. Churchill emigró a un destino menor en Francia, el zar fue engullido por la revolución de 1917 y Turquía dio el paso hacia lo que es hoy. Aquella victoria, una de las pocas de los turcos en la I Guerra Mundial, «contribuyó a forjar un sentimiento de lucha, de sacrificio y de independencia que sería vital en la Guerra de la Independencia turca (1919-1923», valora Pablo Gómez, director general del portal Hispanatolia, que tiende puentes culturales y sociales entre Turquía y España. También se celebran grandes homenajes en Australia y Nueva Zelanda, que perdieron a 11.000 hombres en una guerra en la que en principio no se jugaban nada.

«Os ordeno morir, no luchar»

La batalla de Galípoli o batalla de los Dardanelos fue un fracaso continuo para los aliados británicos y franceses, que iniciaron el primer asalto naval al estrecho con una flota de 120 barcos encabezada por el Queen Elizabeth. Cuando la fiereza desde tierra de los turcos parecía declinar, las minas móviles alemanas hicieron el milagro. El buque galo Bouvet chocó contra una de ellas y se hundió en dos minutos. Apenas se salvaron 50 de sus 710 tripulantes. Poco después siguieron la misma suerte los británicos Ocean, Irresistible e Inflexible. Cien años después, la zona es un paraíso para buceadores que buscan alguno de los 216 barcos que hay hundidos en la ensenada.

La resistencia otomana por mar llevó a los occidentales a intentarlo por tierra. El 25 de abril de 1915, 75.000 hombres se desplegaron por seis playas estrechas e inconexas entre sí. La historia militar solo contempla un desembarco aún mayor: el día D en Normandía en junio de 1944. Fue otro estrepitoso fracaso. Los soldados apenas lograron avanzar unos cientos de metros. Atrapados entre el mar y las colinas llenas de turcos, la ratonera estaba servida. Entre los militares ingleses aún sigue vigente el síndrome Galípoli para describir el miedo a la toma de playas enemigas.

En aquellas semanas de trincheras y luchas cuerpo a cuerpo se vivieron las escenas más fieras de la naturaleza humana. Y de aquellos perfiles, en los que la vida valía poco o nada, emergió el carisma y también la brutalidad del comandante Atatürk. Con 32 años, comandaba el 57º Regimiento, estacionado lejos del teatro de operaciones. Pero mientras otros mandos turcos se quedaron a la espera, él envió a su tropa directa a la primera línea de fuego. Los guías turísticos que enseñan la batalla de Çanakkale (así la llaman en Turquía) repiten la arenga de Atatürk a sus hombres, cuando se enfrentaron a la avalancha de australianos, neozelandeses y anglo-galos ladera arriba. «¡Hombres. No os estoy pidiendo que ataquéis. Estoy ordenando que muráis. En el tiempo que nos lleva morir, otras fuerzas y comandantes pueden venir y tomar nuestro lugar!».

No solo los jefes turcos mostraron su desprecio a la vida humana. Un australiano aspirante a periodista llamado Keith Murdoch (padre de Rupert, fundador del mayor imperio de prensa actual) publicó un artículo en el que acusaba a los mandos aliados de obligar a luchar a sus hombres, cerca de la rebelión, a punta de pistola. Nunca se demostró, pero fue el principio de la fama de la saga Murdoch y del fin del sueño de la conquista.

Hasta la desbandada final a principios de 1916, la falta de suministros, la sed y las plagas causaron más bajas que las balas. Además de los muertos, otro cuarto de millón, entre ambos bandos, se dejaron la salud en Galípoli.

Los turcos pusieron más muertos pero sobre aquella montaña de cuerpos construyeron la Turquía moderna. «Miren todo Çanakkale/ la tierra está roja/ como una herida que sangra en los cuatro horizontes/ como si Anatolia fuera un pecho lleno de dolor». Loas bélicas como las del poeta Mehmet Urdakul figuran en una antología recuperada por el filólogo vasco Pablo Martín Asuero. Director del Instituto Cervantes en Estambul admira «el culto icónico a Atatürk, un señor que murió en 1938 pero tiene su nombre en los billetes, los aeropuertos, las plazas...».

La batalla también alimentó el espíritu nacional de los australes, convidados de sangre desde la Commonwealth y que luchaban por primera vez bajo su bandera. En Australia, los viajes al destino común que selló Galípoli todavía conviven con una pregunta: ¿por qué conmemoramos una derrota?

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