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Fran Rodríguez
GRANADA
Domingo, 22 de septiembre 2019, 01:58
Sería faltar a la verdad decir que poco importaba el resultado, poner el privilegio de jugar estos partidos por encima de la satisfacción de acertar a Goliath con la piedra. Pero lo cierto es que, desde que arrancó la semana, había otro encuentro que había que ganar sí o sí para librarse del estigma del hijo que no quiere abrazar a su madre. Un partido que se jugaba en la calle y que Granada ganó por goleada.
El granadinismo, convocado por Diego Martínez, tenía ante sí el reto de tomar su propia ciudad. Evitar que el feudo nazarí mutara en una pequeña réplica del coliseo del Barcelona se antojaba necesario. Alentados por un orgullo revivido a base de unos épicos valores, la amplia mayoría de los aficionados se decantó por colocar el blanco al lado del rojo y abandonar el azul de otras veces.
Los azulgranas, siempre respetados, fueron minoría, dejando aquellas invasiones culés en recuerdos de un pasado en el que el fútbol de Primera fue cegador. Y todo es mérito de una historia antes jamás contada. La de los 'soldados de Diego' y el mandamiento de competir en la grada tanto o más como sobre el verde. Ya sorprendió desde que el Barça se bajara del avión que los culés desplazados al aeropuerto o el hotel no se contaran por millares. En juego estaba el crédito de un orgullo que costó un ascenso recuperar, por lo que cada bandera azulgrana era, siempre dentro de la deportividad, un objetivo a batir sin más munición que el 'Sí se puede', el 'Qué bonito es' y el 'Vamos mi Granada'.
También fueron muchos los que postergaron la batalla para la tarde, como Fernando. Un joven granadino que acudió vestido con la camiseta rojiblanca sobre la piel y una culé en las manos. «Quiero que me la firmen, no todos los días vemos a Messi o Griezmann. Pero hoy tenemos que ganar y vamos a ganar», profetizaba con el corazón menos dividido que su armario. Y es que a la hora de competir, el granadinismo demostró su grandeza.
A las siete de la tarde se citaron las tropas rojiblancas. Pinturas de guerra y banderas por lanzas, dejaron claro al Barcelona que no había lugar a la división, ni tan siquiera a la duda. Los Cármenes sólo luciría rojiblanco. Y no precisamente por su cambio de cara, los juegos lumínicos ni por la pintura de los asientos. Granada está orgullosa de su equipo y lo demostró latiendo a una.
Sentado en un banco frente al estadio estaba Marco Antonio Arango, que se encuentra de visita en la ciudad. «Vengo desde Guatemala, vine para ver la Alhambra. Es una hermosa ciudad, uno tiene mar, tiene nieve y tiene partidos como este», confesaba. Lo primero que hizo al comprar su entrada fue buscar una camiseta del Granada, a pesar del atractivo del rival de esta semana. «Me encanta el fútbol y sé que hoy gana el Granada. Esta noche habrá celebración», profetizaba. «Les traeré suerte», se despedía acertando.
Ya en el recibimiento de los autobuses hubo sustanciosas diferencias con la indolente alfombra que encontraron los azulgranas en otras visitas. Los pitos y abucheos se escucharon muy por encima de los gritos de 'Messi, Messi' y 'Visca el Barça'. La afición leyó entre líneas lo que su chamán gallego requería para esta exigente campaña. Que el Granada sea una molesta piedra en el zapato de los demás equipos no depende sólo de los que calzan los tacos, sino también de los que pueblan las gradas. Y por ello, los cariños había que guardarlos para los de casa.
El autobús tardó una vida en completar la última recta que desemboca en el estadio. Casi tanto como los dos años que ha estado sin recibir al Barcelona. Llevados por los sentimientos, las bufandas despejaron lo nublado del cielo y dibujaron sonrisas en los rostros de los de Martínez. Era el momento en el que el partido por el orgullo se ganaba y arrancaba el duelo por los puntos.
El trabajo no había acabado. El público, atronador número doce, arrinconó a los culés desde el himno, y otro doce, Azeez, los ajustició bajo el larguero. Si tocaba cerrar filas, la defensa no sería de cuatro ni de tres centrales. Lo harían más de 18.000 almas que tenían entre ceja y ceja ponerle banderola rojiblanca a cada pequeña Torre de la Vela en la que se convirtió cada asiento de Los Cármenes. El resultado (por cierto, se ganó) no era lo de menos, pero Diego, amante de esos intangibles lo había conseguido. Inculcó en la afición una semilla de orgullo para reconquistar toda una ciudad.
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