Convincentes
Los de Diego protegen el punto con el que comienzan cada encuentro con el celo con el que vela su pan quien ha conocido el hambre
Tres triunfos consecutivos en Liga bien podrían nublar el juicio de un equipo modesto que no pretende sino consolidarse. Más aún si el último de ... ellos fue ante todo un FC Barcelona. No hubo mal de altura en un Granada que se plantó en Pucela consciente de quién es, dispuesto a apretar la mandíbula, despejar balones y correr hasta desmayarse. Diego Martínez sabe que sus recursos son limitados y que conviene administrarlos, con la tranquilidad de una confianza tan total en los elegidos de su plantilla que a ninguno le encaja la etiqueta de 'suplente'.
Hubo de inicio cinco hombres nuevos respecto a quienes tumbaron apenas tres días atrás a los amigos de Messi, menos íntimos de Valverde. Se extrañaron al principio. Arrancó con dudas José Antonio Martínez, quien menos motivos tendría en teoría, como si el fantasma de Mendilibar le persiguiese aún. El césped de Zorilla parecía por momentos una prueba del Grand Prix, con patinazos continuos e imprecisiones groseras. Le costó también a Gonalons, el recién llegado que todavía asimila que no todo en España es Champions League. Los primeros minutos del Granada lo asemejaron al de otra época, al de la caraja y los goles tempraneros. Uno de esos primeros despistes concedió el de Óscar Plano.
Y sin embargo reaccionaron. Los rojiblancos asimilaron de qué iba el asunto y aplicaron el ideario obrero de Diego Martínez. Los había recibido en Pucela un ambiente hostil como si aquella tangana de Marbella en julio y el posterior cruce de declaraciones todavía escociesen por el Pisuerga. La Liga ya conoce al Granada y se predispone para recibirlo. Los granadinistas son soldados que siguen órdenes y se entregan al colectivo, inmersos en el partido incluso a la hora de obstaculizar una falta o retrasar un saque de banda. Agresivos. Se saben de memoria ese libro que los estetas repudian, el conocido como 'otro fútbol' que parece un arte oscura.
En realidad el Granada es todo aquello que el resto de aficionados al fútbol querrían para sus equipos. Por eso no gusta, porque lo que genera es envidia. Lo admitió en privado Sergio González tras aquel amistoso bronco de verano y no lo ha escondido luego en público. Los de Diego protegen el punto con el que comienzan cada encuentro con el celo con el que vela su pan quien ha conocido el hambre. De ahí que algo hiciera 'click' en ellos al verse abajo en el marcador. Algo estaban haciendo mal, algo debían solucionar. Lo hicieron.
Tiró de todos Carlos Fernández, quien no rehúye su responsabilidad ni cuando es suplente, menos siendo de la partida. Se movió por todo el frente, demostró su calidad siempre que pudo y se partió el pecho hasta la última jugada para no irse de vacío. Ese entusiasmo tuvo premio cuando un remate inocente se le escurrió de entre las manos a Masip como pringado del mismo aceite que hacía que los jugadores resbalasen. Construyó la jugada Antonio Puertas, siempre Puertas, un hombre renacido que antes no levantaba la cabeza cuando conducía y ahora señala su nombre cuando celebra.
Pudo ganar y pudo perder en Pucela, sostenido por Rui Silva en los pocos lances de los que perdió el control. El Granada, que no siempre iba a sumar de tres en tres, tiene aquello que le falta a su Ayuntamiento, que todavía no se aclara con el 2+2. Es convincente. Jueguen unos o jueguen otros. Haga cinco cambios o haga once. Escuchan a Diego y lo siguen como a un mesías, algo que explica que Carlos Neva juegue ya como si llevase cien partidos en Primera. Rico punto en Valladolid y a seguir sumando. Ellos sí mantienen su crédito.
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