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Luis Sepúlveda.
Las novelas son para el verano

'Un viejo que leía novelas de amor'

antonio enrique

Martes, 20 de julio 2021, 11:25

Hubiera sido una novela cruel, de no poseer tan rara precisión, tan extraña atmósfera, fuerza tan poderosa. Estamos en un poblado de selva; un paso más, y caemos en el abismo de la sinrazón. Aquí se halla Antonio José Bolívar Proaño, un viejo que no pide a la vida sino un ir pasando hacia no se sabe dónde, sobre todo después que lo dejara Dolores en este mundo, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo (con nombre que se despliega como bandera), víctima de la malaria: un fotógrafo ambulante los sacó recién enamorados y es lo único que adorna su choza a la orilla del río. El Idilio se llama el poblacho, donde manda su alcalde el Babosa, así llamado porque en su mórbida gordura no para de sudar. Y la vida transcurre tan lenta que parece hechizada por algún designio brujeril: las lluvias, las crecidas, los indígenas, los tramperos y buscadores de oro, las criaturas selváticas que no cesan en su éxodo hacia occidente en la Amazonia, al empuje de las máquinas.

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Dos veces por año llega el dentista don Rubicundo Loachamín, los sienta en el aparatoso sillón que entre varios descienden del renqueante vapor y les lisia las bocas medio putrefactas; anda también en trapicheos, como los demás, sin más ocupación que caer rendidos cada tarde por las delirantes tiritoneras provocadas por el aguardiente Frontera. Pero un día trae algo mágico: libros. Novelas de amor, «del otro amor, del que duele», responderá Antonio José Bolívar cuando le pregunten de qué tratan, hacia el final de esta apabullante narración. Pero para entonces ya no es él, sino sus ojos. Se le ve absorbido, maravillado, ávido. Algo muy grande acaba de despertar en él. ¿Cómo se imagina Venecia un hombre que nunca la ha visto, ni siquiera por estampas, pongo por caso? Un hombre analfabeto, que aprende a leer a los setenta años. Imaginamos porque asociamos, y Antonio José Bolívar no tiene ninguna referencia de lo que pueda ser una ciudad sobre el agua. Como tampoco de un cine, un restaurante, un teatro. Como del amor tampoco, con lo que venimos a constatar lo que de cultura hay adherido en la pura biología. En consecuencia tenemos aquí una teoría del entendimiento humano: pensamos porque imaginamos, e imaginamos porque soñamos, luego pensar es crear.

Y lo otro, la fuerza que arrastra: se trata de la Tigrilla, un felino que amenaza las aldeas asentadas en el Nangaritza y demás afluentes del Gran Marañón. Antonio José Bolívar, docto en saberes de la selva que ha aprendido de los shoar, tribu autóctona, como también de los jíbaros, es designado para su captura. Las páginas que siguen son extraordinarias. La inteligencia contra la astucia. Pero hay algo que destruye el cuadro, o al menos lo desfigura, en las antípodas de lo retórico. A la tensión emocional de toda cacería se une un sentido de la reverencia y respeto que es todo un alegato de preservación de la Naturaleza contra la barbarie y la extorsión que trae consigo el progreso. Es la inmensa humanidad de este hombre, al que la literatura ha agrandado el horizonte. A la Tigrilla lo que ocurre es que le habían masacrado a sus cachorros y erraba por los bosques aullando de dolor. Lo perpetraron unos gringos hijos de la mala madre. De manera que cuando aprieta el gatillo y mata, algo muere dentro de sí.

¿No nos recuerda a libros mayores esta obsesión de la Tigrilla por cobrarse justa venganza? Ahab frente a Moby Dick. La danza del amor y de la muerte. Porque Melville fue un referente seguro de Luis Sepúlveda, el autor, como también London o Conrad, y puede que hasta el olvidado José María de Pereda en la más conocida de sus novelas. Hijo de padre chileno y madre mapuche, Sepúlveda (Ovalle, 1949) anduvo medio mundo perseguido por sus ideas políticas, que respeto y siento no compartir. El éxito le llegó precisamente con esta breve novela de algo más que cien páginas. Sepúlveda se nos fue el pasado año en abril, víctima del covid, tras un mes entre la vida y la muerte en un hospital de Oviedo.

Existe una literatura iberoamericana de lo seco y otra de lo húmedo. De lo primero, Juan Rulfo o Homero Aridjis. De lo segundo, Jorge Amado o García Márquez. Ambos polos se contraponen en Carpentier, el maestro. Pero es uno y lo mismo: la atmósfera subyugante y el ritmo embriagador. Sepúlveda está en lo húmedo. Esas gotas que se irisan bajo los árboles milenarios cuando llueve en la selva y el mundo parece que acaba de nacer.

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