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Santa Cruz ante los elementos
Relatos de verano

Santa Cruz ante los elementos

Juan Jesús Barquero Baena

Domingo, 29 de agosto 2021, 23:19

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Hundida en la butaca, Teresa rumia un relato que desde edad temprana le leía su padre; su mente se incendia con ecos de palabras vívidas:

«Discurría una calurosa tarde; frente a la colina de la Sabica, páramo desierto sin dunas, un Rey paseaba a caballo; de las laderas de Sulayr bajaba una ligera brisa, aliento de las alquerías. En el transcurso en que corcel y señor bebieron de un venero, Mohamed consideraba los quebraderos insistentes que irrumpían en sus duermevelas: 'Si proyecto un paraíso, he de concebirlo con la maestría del Hacedor, someter los manantiales, desviar los cauces; dar vida a la tierra, jardines, huertos, batanes y surtidores... Después, devolveré los sobrantes al río, que quien todo lo quiere, todo lo pierde. Una vez creado, ofreceré el dominio al Supremo, único titular de los arcanos del alcázar; le ofrendaré oraciones labradas en las yeserías y soberbios almocábares. El baluarte, invariablemente, será indestructible, salvo si la todopoderosa Mano alcanza la llave'. Al tirar del ronzal, Mohamed recitaba versos de Avicebrón: 'Una mitad de tierra, otra de agua... Luego, haces circular por encima del aire la esfera del fuego...'».

En esta tesitura, la joven Teresa se levanta sofocada, toma una carta de la mesilla, camina hacia un ventanal, al tiempo que en las puertas del cementerio se vive una escena propia de un grabado obscuro de Goya: una hermosísima gitana, sentada en un ataúd, golpea sañuda la caja, se arranca por soleá: «Con las fatiguitas de la muerte yo a un laíto m'arrimé; con los deítos de la mano arañaba la paré...». Antonia Heredia, a solas, había arrastrado el féretro desde el Paseo de los Tristes; empuña un pañuelo enlutado en lágrimas y luce una alianza en el anular. Cita a la muerte; no la suya, la del reo Santa Cruz, ingeniero-jefe de Obras Públicas, sumariamente encausado por rebelión. La Antonia pone el grito en cielo: «¡Ay, mi 'arquitecto', mi gachó! Que me lo matan; veinte años tratando amores, recién casados y una hija... ¡Qué penita! ¡Malajes!».

En la salita, Teresa descorre un visillo; tras el cristal, perfila los raíles del tranvía que tanto fascina a su padre (y a tantos granadinos); rememora otra fábula que le refería Santa Cruz: «Hace algunas generaciones, la Reina que llevaba fuego en los ojos y un escapulario en el pecho, sentía la boca seca como una reliquia. Uno de sus capitanes –el más resuelto– cató el agua de una escudilla de cobre. Sin duda, hubiese preferido escanciar el oloroso de su tierra, mas corrían tiempos convulsos de enfermedad, veneno y regicidio, y su vida y su suerte, por honor, por juramento, estaban fuertemente ligadas a la Vida y a la Suerte de su Señora. Gonzalo, febril, soñó aquella noche capitanear el asalto a sangre y fuego de las murallas de Nápoles. En cambio, Isabel, a cada sorbo –¡qué tendrá el agua de aquí!– iba juzgando el argumentario que, meses atrás, un marino apátrida justificaba con vehemencia calculada: coqueteaba con una ruta más corta a las Indias. El iluso fue despachado con regio y templado desdén; empero, después de aplacar la sed, Doña Isabel columbraba: 'A buen viento parece que va la parva, la empresa de maese Colón podría llegar a buen puerto'. La Católica se deleitó con la ocurrencia: 'A buen puerto, ¡válgame el Señor!'. Y, en octubre, un vigía transido de agua y aire salinos, en el relieve sorprendía fuegos y '¡¡Tierraaaa!!'».

Acto seguido, Teresa clausura el visillo y lee la carta que el ingeniero le ha escrito con pulso firme: «No los odies, pero evítalos». Se sirve un vaso de agua, lo escudriña, se lamenta: «Esta misma agua, junto a Galatino, fue canalizada por papá desde el río Aguas Blancas, así protegió a Granada del tifus y salvó con ello muchas vidas. ¡Pobretico mío! ¡Cómo se lo pagan! ¡Malnacidos!». Se contiene, templa su media sangre calé, asume las proverbiales palabras del Padre: «No los odies (evítalos)».

A su vez, la inquietante tapia nordeste del cementerio es iluminada por camiones Ford V8, errantes morgues de muertos en vida. Los maniatados, rateados a culatazos, se alinean entre charcos crepusculares. El ingeniero, estentóreo, aguijonea mordaz: «¡Oficial, quítese de en medio que alguno le va a dar a usted!». Pero el fogueado militar presupone un piquete disciplinado, ahormado al (in)cumplimiento terco del reglamento. «No es la primera vez que estos han despachado café», rezonga, acerado en la seguridad de que la fusilería sirve vedada de voluntad.

Los chóferes, carontes del siglo XX, fuman nerviosos. Uno tomó las de Villadiego al reconocer al señor Santa Cruz, había trabajado con él: «Nadie merece esto, es un buen hombre; me largo». En este aquelarre inefable, algunos condenados plantan su inocencia; otros, de rostro mate, sueñan con zafarse; y uno, horrorizado, vomita su espanto. Les atan pañuelos que apagan sus ojos desorbitados, antes de quebrarles los sueños de juventud.

Teresa, incrédula, solloza y termina de leer la misiva: «Al entrar en la eternidad te besa con todo el cariño que te tuvo tu padre, para quien fuiste todo...».

Frente al pelotón, el ingeniero bisbisea su breviario particular. Balbucea desengañado, fugaz, taciturno, atenazado... El pañuelo, apenas anudado, se le cae de los ojos. Un tirador bendice el cerrojo aceitado del 'máuser' –clac, clac– y se santigua con delirio –plas, plas, plas, plas–, la liturgia acostumbrada de desprenderse el hedor a muerto. Un fraile prepara los santos óleos; masculla entre dientes: «La muerte se hace carne; siembra pólvora, quebranto y ocaso; el país se alfombrará de muertos engarabitados».

Amanece; perdura el Lucero de guardia. Antonia, trémula, tabalea el ataúd y conjura su garganta prodigiosa, «¡¡Tener el agua tan cerca y no poderla beber!!». Entonces, en el pálpito del fin, Santa Cruz urge un último deseo: «¡Agua, por favor!». El oficial ordena flemático que le alarguen una cantimplora benévola: «Es la hora» –sentencia, alejándose, y desenfunda.

De porvenir líquido, volátil, semiapagado, arenoso, Santa Cruz bebe quedo, toma aliento y, casi fuera del tiempo, dice: «Agua y aire, fuego y tierra».

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