Las novelas son para el verano

'Los miedos'

antonio enrique

Martes, 3 de agosto 2021, 01:08

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Entonces, los veranos comenzaban con la recogida de las uvas y terminaban con las vendimias. Pero, en Galicia, los veranos son diferentes: se aploman, cualquier ... peregrino lo sabe, se aploman sobre los campos, como si el aire, que no corre, se hubiera detenido en un silencio de muerte, pues que por todas partes te encuentras con camposantos aldeanos. A los niños de hace más de un siglo se les abría un tiempo tras el cual ya no eras un niño, dejabas de serlo para convertirte en adolescente. Y tenemos a cuatro. Marchan al palacio de la abuela y se dedican, por vacar a los ocios, a buscar «miedos». ¿Qué son los miedos? Para Eduardo Blanco Amor, amigo que fue de Lorca, y quien le publicó los Seis poemas gallegos, bien pudieran ser «el hocico del toro, la seta venenosa / y la luna incomprensible que iluminaba por los rincones / los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas». Lo impreciso amenazante, lo desconocido sobrecogedor. Pero no va a ser esto, sino algo que hay dentro del cuerpo. La sexualidad irrefrenable, brutal, atroz.

De manera que, junto a las delicias del estío, Peruco, Diego, Rosa Andrea y Roque Lois, avanzan sin saberlo hacia eso que hay en sus cuerpos: cuatro niños de familias acomodadas a las que la abuela Zoe, la matriarca del caserón, hace rezar el rosario cada tarde y mantiene a raya a los hombres de la casa. Las cosas, con todo, no son lo que parecen. Aferrados a una moral severa, por las noches, hombres y mujeres son lo contrario a como son y traslucen ser por la mañana. Y un día es Crespiño, un niño del pazo, quien les descubre el onanismo y otro cuando a hurtadillas ven 'cómo lo hacen' Ildaura y Raúl Barrabás: Ildaura, grande y sebosa, hija de una condesa, y este jayán, que lo que busca es su ganancia en un negocio poco claro. La primera escena, que en la pluma de otro hubiera sido soez, en el orensano Blanco Amor destila delicadeza, y en la segunda, la potencia expresiva es tal que no cabe más remedio que evocar a sus paisanos Pardo Bazán y Valle-Inclán: el naturalismo trufado de tremendismo. Otero Pedrayo, Vicente Risco y Rafael Dieste sobrevuelan por ahí. Los gallegos asombrosos: no hay como ellos en la literatura española.

Peruco es, no obstante, el eje de esta historia, su eje axial, su protagonista y por esto quien habla en primera persona, registro que el autor domina; es más, todas sus novelas -y ésta es su segunda- van en primera persona: cercanía, plano corto, intimismo. Y aquí, de esto, hay un rato. Es una novela plena de sabor, subyugante de atmósfera. De pronto, nos vemos metidos en esta casa y los misterios que encierra –Nada, la de Laforet, tan paralela, era una referencia–, así como en la piel de estos niños, que bien pronto, despertando a la vida, van a dejar de ser timoratos. Pero este palacio es rural, como todos en Galicia, y el campo, con sus aldeanos y festejos, les estalla con el fragor de las pasiones.

Cuando se publicó en 1963, en España el nacional-catolicismo era tal que no se movía una hoja en orden a la moral. Fue finalista del Nadal, que ganó en aquella convocatoria una grata novela, El curso, de Juan Antonio Payno, pero no hay color: donde ésta es anodina, Los miedos es literatura pura. Una vez más, vencía lo convencional, plano y seguro para los editores. Y, claro, fue acusada de pornográfica, nada menos que por José María de Castroviejo, que además de escritor admirable era falangista. Blanco Amor tenía a la sazón 66 años. Había estado ganándose la vida en Argentina en redacciones de periódico de mala muerte. Era republicano, homosexual y escritor. Le quedó una pensión de tres mil pesetas.

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Su padre había abandonado el hogar familiar cuando él era un niño y esto marca para siempre; por ejemplo, su fascinación por las mujeres autoritarias y por los hombres que, como Peruco, propenden a la soledad y van a terminar suicidándose por llevarse mal con la vida, pero desde muy adentro. Los miedos es una novela fascinante, evocadora de aquella sociedad burguesa que, en contraste con la rural, va de cabeza a la Guerra Civil. Y al exilio interior de muchos que aquí se quedaron y de otros que, como Blanco Amor, optaron por marcharse. Sólo que éstos se llevaron consigo el espíritu de su tierra pegado a la suela de los zapatos. Y esto es lo grande: Galicia, de cerca, los adultos no la saben ver; con ojos de niño, sí. Por eso, su novela La catedral y el niño cabe situarla como entre las cinco o diez mejores de posguerra. Aunque a Valle La parranda le hubiera complacido más. Como a sus coterráneos Torrente y Cela.

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