Las manos tras las castañas de Granada
Detrás del fuego que abrasa las castañas en las calles del centro se esconden las historias que hacen posible este rico manjar servido en cartuchos de papel
ÁNGEL MENGÍBAR
Sábado, 20 de noviembre 2021, 00:26
Además de la llegada de los primeros fríos del curso, el olor a castañas asadas marca el cambio de verano a otoño en Granada. Los ... rincones del centro van entrando en la estación con la caída de las hojas secas, las primeras instalaciones del alumbrado navideño y la aparición de las castañeras, una tradición perenne en la capital.
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Detrás del fuego que abrasa las castañas se esconden las historias que hacen posible este rico manjar servido en cartuchos de papel. Las manos que mecen el perol para librarse del frío de la noche granadina pertenecen a trabajadoras que se echan a la calle en busca de un presente y un futuro dignos para sobrevivir en los tiempos que corren. Todas ellas tienen cara y nombre.
En la Carrera de la Virgen
Ascensión Manzano: «Mejor esto y vivir como se pueda que robar»
«He vendido de todo en la calle, no solo castañas, desde que estaban mis niños chicos. Ya se han casado todos y aquí sigo», cuenta esta castañera de unos 60 años de edad. Viuda y con siete hijos a su cargo, Ascensión revela, mientras asoma ligeramente la boca y la nariz por encima de la bufanda, que la vida del vendedor ambulante «es una vida dura. Se pasa mucho frío y no es suficiente para salir adelante, pero ayuda».
Esta madre de familia remueve el interior de la sartén conforme va despachando cartuchos. Los crujidos de este manjar al entrar en contacto con el fuego son la banda sonora entre pasos y conversaciones ajenas en un día entre semana, sin mucho ambiente callejero. «Está hoy la cosa más floja que los fines de semana», añade. A pesar de ello, el puesto no se da por vencido y prosigue con una labor que se hereda de abuelos a nietos.
Cuando le llegue la hora de dar un paso a un lado, su descendencia será la encargada de coger el testigo para hacer perdurar la venta ambulante de castañas. Algo así como una especie de responsabilidad, como una misión elegida para unos pocos y que ya comienza a hacerse realidad tirando del carro familiar. La propia castañera lo tiene claro. «Mejor esto y vivir como se pueda que robar».
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En Puerta Real
María Olivia Jiménez: «Es una vida muy dura, pero el que algo quiere, algo le cuesta»
La estela familiar continúa unos metros más arriba. «Llevo vendiendo en la calle mucho tiempo. Casi toda la vida. Y siempre en la calle. Castañas, patatas, abanicos... Un montón de cosas», relata María Olivia Jiménez, hija de Ascensión. Junto al teatro Isabel La Católica, su figura parece haberse fundido con el paisaje tras años y años de trabajo.
«Es una vida muy dura, pero el que algo quiere, algo le cuesta. La castaña es solo una temporada, así que luego toca echar unas horas más para llegar a fin de mes», bromea María Olivia. Sin embargo, no hay nada como echar la vista atrás para poner en valor eso de más vale pájaro en mano...
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Casada y con tres niños, María Olivia no conoce otra dedicación que la de montar su puesto callejero y ofrecer al mundo sus creaciones elaboradas a base de aceite, carbón y rasera. Algo que no pudo llevar a cabo hace algo más de año y medio. «Da mucha alegría ver cómo la calle va recuperando el ambiente. La pandemia la pasamos como pudimos, encerradas en casa. Cuando nos lo permitieron, volvimos a salir a vender. Es lo que tenemos».
En Puentezuelas
José Hernández: «Donde esté la olla, allí hay que estar. Algo rentable saldrá»
«Esto no se debería perder nunca», asume José desde su puesto de castañas. Junto a su mujer, rebosa satisfacción cuando le preguntan por su oficio. O, al menos uno de ellos, pues a este castañero de la esquina de Puentezuelas con el Carril del Picón no le pilla por sorpresa eso de vender en la calle.
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«Llevo doce años así. He vendido castañas, patatas asadas, dulces... He trabajado en ferias y en muchos sitios. Es nuestra vida», explica. Justo al lado de la Facultad de Traducción, los estudiantes acuden como abejas a la miel siguiendo el aroma del perol de José.
Con dos hijos ya independizados, la vida de su matrimonio se resume en montar la furgoneta todos los días con el saco de carbón, la olla, el cesto de castañas y los hierros del puesto para afrontar, sea a gusto o a disgusto; «la lucha diaria», como él mismo la denomina. «Por supuesto que nos gusta. Aparte, no hay otra cosa. Donde esté la olla, allí hay que estar. Algo rentable saldrá». La vida de las castañeras es la vida del obrero. De aquel que se echa a la calle, hiera o hiele, para llevar algo de comer a la mesa.
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