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Alfredo Aguilar
Crisis del coronavirus | Una familia de Granada comparte el confinamiento con un niño keniata y su madre a los que acogieron

Una familia de Granada comparte el confinamiento con un niño keniata de acogida y su madre

Compartir. Una familia de Granada comparte el confinamiento conun niño keniata y su madre a los que acogieron para que el pequeño se sometiera a una delicada intervención cardiaca a vida o muerte

Carlos Morán

Granada

Domingo, 5 de abril 2020, 01:44

«Para mi familia, el confinamiento está siendo un regalo», confiesa Nuria Gutiérrez Medina. Y Nuria y los suyos no son ermitaños ni agorafóbicos (un trastorno psicológico que impide salir de sus casas a quienes los padecen). La culpa de que su cuarentena sea una fiesta diaria y un chute de emociones es de Francis, un niño keniata de diez años que llegó a Granada el pasado 18 de febrero junto a Beth, su madre. No era una viaje de placer. El corazón de Francis estaba dislocado. Necesitaba urgentemente someterse a una operación quirúrgica a vida o muerte para que su motorcillo vital funcionase como es debido. De lo contrario, no llegaría a la adolescencia.

En Kenia, por razones genéticas y ambientales, este tipo de dolencias son habituales. Yallí la medicina no está lo suficientemente desarrollada como para afrontar con garantías el desafío que supone corregir esa clase de patologías.

Los miembros de la organización humanitaria Infancia Solidaria lo saben bien. De hecho, se dedican, entre otros objetivos, a traer a Andalucía a chiquillos africanos con el corazón fatigado para que sean intervenidos en hospitales de la comunidad o del resto de España.

Francis es uno de ellos. La oenegé corre con los gastos del viaje y se encarga de buscar a una familia de acogida que se ocupa de todo lo demás. Esa es la misión de Nuria y los suyos. El destino los unió yasí siguen, porque el chaval todavía está convaleciente y, además, el coronavirus ha impuesto un toque de queda de ámbito mundial.

Pero cuando Francis entró en el quirófano del Hospital Materno Infantil de Granada, el COVID-19 no había mostrado aún su rostro más fiero. Fue el 3 de marzo y la operación se prolongó durante nueve horas. Beth, la madre, estaba «deshecha, no paraba de llorar», recuerda Nuria. La larga espera y la incertidumbre eran agujas que se clavaban en sus nervios.

Por fortuna, todo fue bien. El niño salió con la huella del bisturí grabada en su pecho: un costurón de 26 puntos de sutura. Al pequeño le aguardaban cinco días en la Unidad de Cuidados Intensivos. «Francis estaba muy dolorido. No se podía mover. Y tenía mucho miedo. Cuando le quitaron los tubos preguntó que si se había muerto y estaba en el cielo», rememora Nuria, que es concejala en el Ayuntamiento de la capital.

Los ojos de Francis –que, al igual que su familia, es cristiano– solo veían batas blancas y, aturdido por los calmantes, creyó que eran ángeles. Bueno, no andaba desencaminado.

«En un principio, la idea de los cirujanos era cambiarle las válvulas cardiacas por prótesis, pero lo que hicieron finalmente fue reestructurárselas. Es que si se las hubiesen cambiado, Francis tendría que haber estado tomando de por vida un anticoagulante que en Kenia no hay», detalla Nuria las dificultades del caso.

Pese a la gravedad y dureza de la operación, el jovencito africano se recuperó pronto y el 10 de marzo volvía con Beth al hogar de acogida: un piso en la capital de setenta metros cuadrados (tres dormitorios) compartidos con Nuria, su marido Mario y sus hijos Irene y Antonio, de once y nueve años respectivamente. Todavía no podían imaginar que iban a tener que estar recluidos en ese modesto espacio por el capricho de un germen ferozmente contagioso. «Antes de la operación, habíamos estado con Francis y Beth en el campo, en el Albaicín... El niño fue incluso a ver al Granada al Nuevo los Cármenes. Y se sabe el himno del equipo», comenta orgullosa Nuria.

No está mal para un crío que, cuando llegó a España en febrero, solo hablaba el idioma suajili y un poco de inglés. Las dos familias se entienden con el lenguaje del corazón. Lo practican a diario porque están muy juntitos.

Francis y Beth no echan de menos la calle. El niño mejora a pasos agigantados. «En septiembre estaba fatal. Tenía que sentarse cada vez que hacía un esfuerzo. Se ahogaba, se moría. Yahora no para de bailar. Se pone música de Kenia y está todo el rato bailando. Es un cielo. Es un chico muy cariñoso, muy charlatán y muy bailarín. La madre es más prudentilla, pero canta muy bien. Pertenece al coro de la parroquia de su pueblo, que se llama Kipini», dice Nuria.

Los días de cuarentena discurren más o menos así para los europeos y los africanos: despertar, aseo, estudio, comida, un «ratito de juegos de mesa», merienda, una película, cena y un coloquio antes de acostarse para compartir costumbres y vivencias.

En esas conversaciones, Nuria y los suyos han sabido que Francis y su madre espantaban el hambre en Kenia durmiendo. Si cuando regresaban a casa no tenían nada que llevarse a la boca, se metían en la cama para que el sueño les ayudara al olvidarse del apetito. «Nos dan lecciones todos los días. Es algo impagable. Dicen que la solidaridad es la ternura de los pueblos, Yes verdad», concluye Nuria.

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