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Ángel Esteban, autor de ‘El escritor en su paraíso’.
Elogio de la biblioteca en tiempos de utopía tecnológica

Elogio de la biblioteca en tiempos de utopía tecnológica

El profesor de Literatura Hispanoamericana Ángel Esteban repasa la vida de treinta autores que además de escribir libros los custodiaron

Antonio Paniagua

Martes, 24 de junio 2014, 01:55

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Para un lector voraz como Borges, dirigir la Biblioteca Nacional de Argentina y tener a su disposición de repente un millón de libros fue el colmo de la felicidad. Aunque en 1955, cuando empezó a regir la institución, ya era ciego, el escritor siempre se las apañó para que alguien le leyera: primero fue su madre y luego María Kodama. Tan a gusto se sentía palpando los estantes que llegó a pensar en trasladar su residencia a la biblioteca, un proyecto del que le disuadió su madre, quien le desaconsejó tal propósito por el frío que pasaría en invierno en un emplazamiento de techos tan altos y tan difícil de caldear. Pese a todo, el autor de El Aleph" encontró la dicha en la biblioteca. No es el único caso de escritor que ejerció de bibliotecario. También lo hicieron Lewis Carroll, Casanova, Reinaldo Arenas, Goethe, Stephen King o Gloria Fuertes. De ello da cuenta el profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Granada Ángel Esteban, quien en su ensayo El escritor en su paraíso (Periférica) repasa la dedicación a este noble oficio de 30 letraheridos que, además de escribir libros, se empeñaron en custodiarlos.

Cuando no pocos quieren relegar la biblioteca al papel de museo polvoriento ante el empuje de las nuevas tecnologías, Ángel Esteban reivindica esta institución como lugar de trabajo y anima a los jóvenes a dar un provechoso «salto atrás». También es la tesis que defiende Mario Vargas Llosa en el prólogo del ensayo. «Cuando pienso en el inmenso placer que me han deparado las bibliotecas y lo bien que he trabado en todas ellas estimulado por esos millares de millares de libros en los está depositado el conocimiento y la fantasía literaria de tantos siglos, pienso con tristeza que quizás la mía sea la última generación que conozca esta experiencia semejante (.)», escribe el Nobel.

El de bibliotecario puede ser un menester muy seductor. Casanova, que aseguró haber yacido con 122 mujeres, tuvo tiempo para escribir 43 obras entre novelas, poesía, memorias, cartas y libelos. Ya viejo y gastando unas ridículas medias de colores, Casanova se encerró en la biblioteca de Bohemia para alumbrar su mejor obra: su biografía.

Lewis Carroll frecuentaba tanto la biblioteca Christ Church de la Universidad de Oxford que se le pasaban las horas enfrascado en los libros y la escritura. Para despejar su mente le pidió a su tío Skeffington que le procurara una cámara fotográfica. Gracias a ese invento conoció a la niña que le proporcionó fama mundial: Alicia Lidell. Un día visitó la casa del decano para realizar una sesión fotográfica de la catedral. Y allí vio por primera vez a la hija pequeña de los Lidell, de cuatro años. Aparte de inspirar su celebérrima novela, la pequeña Alicia propició que el escritor descubriera su morbosa atracción por las impúberes.

Como templo del saber, la biblioteca fue un signo de poder. Benito Arias Montano (1527-1598) se lo pasó en grande recorriendo Europa en busca de tesoros bibliográficos para nutrir la que sería la mejor biblioteca del mundo, la de El Escorial, empeño de ese príncipe renacentista que fue Felipe II. Por la misión encomendada disfrutó de una licencia especial expedida por la Inquisición que le eximía de atenerse a los rigores del Index de libros prohibidos. Tanta fue la confianza que Felipe II depositó en Arias Montano que el monarca se avino a escuchar los consejos del bibliófilo sobre su política en Flandes. Arias Montano tuvo carta blanca para comprar lo que se le antojara. Su desgracia vino después, cuando el rey le encargó gestionar la biblioteca. Ese trabajo hubiera sido el sueño de cualquier diletante. "Pero no: Arias Montano era fundamentalmente un hombre de acción, y le gustaba pelearse con los vendedores, los pícaros, los monjes y los funcionarios para arrancar los libros por poco dinero, y le gustaba intrigar por los despachos de los poderosos para dar un toque personal a la política española en el extranjero, así como le gustaba reunirse con Plantino y sus secuaces para tratar temas como el género de un adjetivo o un pronombre y su correspondiente versión en cinco idiomas".

Una biblioteca es la mejor universidad. Para un guajiro como Reinaldo Arenas, criado en un ambiente iletrado y pueblerino, entrar a trabajar en la Biblioteca Nacional de Cuba fue providencial. Allí empezó a escribir, y allí descubrió a Joyce, Proust, Yeats. Hasta que los afanes censores de Fidel Castro se cebaron en los libros e hicieron desaparecer cualquier lectura que contraviniera la ortodoxia ideológica del régimen. Huelga decir que la homosexualidad era una desviación inadmisible. Arenas vio que tenía el camino señalado. Abandonó una entidad que un día le allanó el camino para acceder a libros prohibidos y que ahora se los vetaba.

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