Las convulsiones del dolor
Opinión | Puerta Real ·
Saltan disonancias en estos momentos de tristeza generalizada. Nuestra sociedad se escinde en migajas, se fragmenta también en el tiempo del dolorMANUEL MONTERO
GRANADA
Viernes, 16 de marzo 2018, 01:33
El contraste, acusadísimo, representa las contradicciones de estos tiempos. Por lo común, nuestra vida pública transcurre ligera, evanescente, como lejana a los ciudadanos. Podría decirse ... que puede la tendencia egoísmo y que lo que les pasa a los demás no suele importar. Y, de pronto, un acontecimiento doloroso, la desaparición y asesinato de un niño, conmueve todos los sentimientos, por un momento los aúna. Descubrimos que después de todo estamos juntos, que formamos una sociedad. La empatía con la angustia de los padres, el dolor colectivo por esa muerte incomprensible evidencia que aquí no todo es egoísmo: colaborar en la búsqueda, participar del duelo, sentir la solidaridad se han convertido también en nuestras actitudes sociales.
Y, sin embargo, saltan disonancias en estos momentos de tristeza generalizada. Nuestra sociedad se escinde en migajas, se fragmenta también en el tiempo del dolor.
Por un lado está la convulsión popular, esa movilización espontánea de las conciencias y sentimientos que se vierten en los mensajes solidarios y en las expresiones de rabia que la madre de la víctima ha llamado a evitar, en una declaración tan admirable, máxime en medio del dolor que está viviendo.
Por otra parte se encuentra la gestión pública del acontecimiento luctuoso. No ha faltado la conversión mediática de la desaparición del niño en un espectáculo, sobre todo al llegar el brutal desenlace. Inmediatamente televisaron las especulaciones, cuando nada o casi nada se sabía ni podía saberse. También llegó la escenificación de indignaciones para subir la audiencia, ese aire de objetividad inocente mientras se escarba revolviendo pasiones. Venden morbo.
De pronto, los 'especialistas', por lo común expertos en los ligues y desplantes del famoso de turno, ejercen de criminólogos expertos y, sin conocimiento de causa ni preparación, interpretan sobre un par de datos deslavazados, sientan cátedra. Al buen tuntún.
Hay otra faceta incongruente: la utilización política del dolor. No han sido todas las autoridades, pero ha habido actuaciones que, al tiempo de expresar solidaridades -si hoy un político tarda cinco minutos en escribir su tuit se le reprocharía como falta-, procuraban rentabilizar la tensión. Esta vez, además, con la inminencia del debate parlamentario sobre la prisión permanente revisable. ¿No se deberían tratar estas cuestiones en momentos de algún sosiego? Y, si no los hay, que al menos nuestros responsables intentaran no echar leña al fuego. Hacen lo contrario.
Y está otro uso perverso del dolor: el recurso a la ideologización extrema. Se ha podido leer que se estigmatiza a la presunta culpable por ser mujer y de color, «por ser mujer, inmigrante y negra». No tiene sentido. El horror lo ha provocado el crimen, no las circunstancias accesorias. Un asesinato no es una especie de manifestación de situaciones estructurales, como parecen creer. Hay factores individuales, la maldad, la perversión, tan difíciles de entender.
Estas versiones que lo interpretan todo ideológicamente proporcionan la impresión de que no importa el acontecimiento ni el dolor. Interpretan que todo es manifestación de fobias étnicas, sexuales o sociales. Su relato está construido antes de los sucesos y estos se ajustan a la interpretación.
Así, junto al general repudio del odio, rebrota la división, la intención de convertir la solidaridad social en un arma política e ideológica. O usarla para levantar audiencias. Con todo, puede la sensación del dolor colectivo.
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