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Juan Enrique Gómez
Sábado, 3 de enero 2015, 01:20
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Cada mañana, la escarcha se convierte en agua que da de beber a las plantas de un bosque que desde la umbría intenta ascender en busca de los rayos de sol del invierno, en gotas que en forma de lágrimas caen desde las ramas de los álamos, sauces y fresnos cubiertos de hiedras que ofrecen sus racimos de frutos morados.
En la ladera del Cerro del Sol, a orillas del Darro, frente al paisaje de Valparaíso convertido en el 'Monte Sacro' y coronado siempre por la antigua muralla nazarí y la misteriosa abadía de los libros plúmbeos, sobrevive un denso bosque de ribera que desafía al tiempo y parece haber suscrito un pacto de mutuo entendimiento, o quizás de olvido, con una ciudad demasiado próxima.
Por el camino de los aguadores, en el sendero del Avellano, más allá de la fuente donde Ganivet y sus visionarios analizaban la evolución de un mundo que no lograba llenar sus deseos de libertad y amor, surge una pequeña senda que se interna en un territorio de sueños que el invierno tapiza de hojas bordeadas de una fina corona de hielo.
Es la puerta de un espacio donde la naturaleza muestra sus particulares adornos de Navidad, en la que los frutos rojos de la nueza negra cuelgan de las hojas verdes, en forma de flecha, que trepan sobre los viejos troncos en los que se aferra el agua y da vida a mil y unas formas de hongos, minúsculos bosquecillos de Schizophyllum, adornados por finas hebras de Caloceras, que como pequeñísimas llamas amarillas, surgen de las grietas de las maderas muertas. Y en la ladera, donde la escarcha blanquea los prados, las semillas de clemátidas, de los jazmines de monte, forman estrellas de algodón que adornan los claros de un sendero bordeado de retamas.
Más allá del Avellano, donde los árboles se abrazan y forman arcos bajo los que ya caminaron los acequieros del sultán, y aquellos que deseaban saciar su sed con el agua que surgía de las fuentes Agrilla y de la Salud, los pasos se impregnan de gotas de rocío en forma de lágrimas.
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