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Autovía al surrealismo
TROTAMUNDOS_ EL MEDITERRÁNEO EN DESCAPOTABLE

Autovía al surrealismo

La masía de Miró símbolo de la destrucción urbanística de la memoria

ÍÑIGO DOMÍNGUEZ

Lunes, 11 de agosto 2008, 12:43

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EL viajero deja con pesar Port Aventura y se dirige en el descapotable azul a Salou. Dicen que es peor incluso que Lloret de Mar, pero no se puede hablar a la ligera, el premio de lugar más horrible del Mediterráneo está muy disputado. Salou, desde luego, hace méritos. Como siempre, playas perfectas y servicio impecable entre moles de edificios y romerías de bañistas. Es cuestión de gustos. Para evitar prejuicios, el viajero va a la oficina de turismo a ver qué le recomiendan visitar. La propia chica tuerce el gesto con desaliento, como diciendo 'qué se le habrá perdido a éste, por qué no está en la playa'.

-Hombre, la verdad es que mucho no hay. Está la zona lúdica.

-¿Lúdica?

-Sí, de tiendas.

Al viajero se le había olvidado que hoy en día ir de compras se considera algo divertidísimo. Lo llaman 'shopping', como si fuera una disciplina deportiva. Se estudia su inclusión en los Juegos Olímpicos como deporte de exhibición, con bolsas ostentosas. La chica, que es muy amable, luego le sugiere un minigolf y, cómo no, el ineludible trenecito. Al final el viajero sale con cuarto y mitad de folletos. El más vistoso, del Ayuntamiento, ha exagerado con un lema de una crueldad existencial innecesaria: «Aprovecha el tiempo que pasa y no vuelve...». El viajero está perplejo, que le digan eso en Salou... Además, va en el descapotable oyendo música de Wagner, lo único decente que hay en la radio, y el efecto es apocalíptico, de fin de la especie. Qué bonito es cuando encajan la música del coche y lo que se ve, como un 'videoclip'. Luego descubre que la frase está escrita en una hermosa villa modernista, al final del paseo marítimo. Siguiendo el consejo, el viajero decide largarse de allí.

La guía dice de pasada que ahí al lado, en Montroig del Camp, Joan Miró tenía una masía y pasaba los veranos pintando. Algo tendrá entonces ese pueblo. Va hacia allá por la carretera general, pero cuando está llegando hay un lío tremendo de autovías, autopistas, salidas de servicio y viaductos que se cruzan. El GPS tampoco se orienta: según su dibujito, por primera vez poético, el descapotable está volando campo a través. ¿Para qué tantas carreteras en medio de la nada? Todo está en obras y le sacan por un desvío que, por fortuna, le lleva a Montroig. La estampa del pueblo es elegante, entre cultivos y árboles frutales. Por la cuneta pasa un señor con un sombrero de paja, una pipa y un mono de trabajo azul. Por fin gente normal.

Tras aparcar el Peugeot 207 bajo unas buganvillas, el viajero llega a una plaza con una torre. Es mediodía y el calor deja las calles desiertas. Entra en el bar a comer algo y charlar un rato. La familia propietaria está comiendo. Discute sobre el termostato. El viajero prosigue su 'proyecto tortilla', para comprobar si este plato está realmente desapareciendo, pero con la de verduras de esta señora al menos por aquí está a salvo. Leyendo un periódico gratuito de la barra se entera de que Rihanna, la nueva reina del pop, pasa sus vacaciones en Barbados. Cómo ha caído la idea de monarquía, si esta chica sólo está buena y ha hecho un vídeo. «Este verano va muy mal. El año pasado, por estas fechas, teníamos gente esperando para cenar, y ahora nada», comenta la dueña, confirmando una vez más la crisis.

Al salir, el viajero ve un señor muy mayor sentado en una silla, enfrente de la fuente.

-¿Qué, a la sombra?

-Sí, aquí corre el aire.

Entablar conversaciones entre gente sola es muy fácil. El señor tiene 84 años, un catalán de ojos rasgados. Era el panadero. Le cuenta un poco su vida. Hablar con gente mayor en España siempre es hablar de la Guerra. «Aquí los rojos mataron a nueve, no sé por qué, luego estuvimos tranquilos», recuerda. Después a él le mandaron al Valle de Arán en 1945, a perseguir a los maquis. «Mucha miseria, 24 grados bajo cero», resume. Luego hablan de la fuente, que trae el agua muy fresca. Le pregunta sobre Miró. Le explica que el artista andaba mal de los pulmones y por eso la familia venía en verano. Luego le indica cómo ir a su masía, que sigue en el mismo sitio. El viajero habla un rato con su nuevo amigo y al final, para despedirse, le tiende la mano, pero se le queda en el aire.

-No te veo, soy ciego, no sé cómo eres.

El viajero siente una sacudida de ternura, pero no le conoce lo suficiente para darle un abrazo. Se dan un apretón de manos y lo deja sentado delante de la torre. Un adiós siempre es un adiós. También con los desconocidos del camino.

El descapotable sale de Montroig en busca de la masía de los Miró, una finca que está entre el pueblo y el mar. En el Centro Miró, cerrado a esa hora, un cartel explica que el pintor llegó allí con 18 años, en 1911. Hasta 1920 pasó largas temporadas, y luego iba y venía de París. El viajero se pierde entre los cultivos y al final se lo tienen que volver a explicar en una gasolinera. «¿Mas Miró? Ya verá qué pena, desviaron la autopista para respetarla, pero ahora le pasa la autovía por encima», le dice otra vecina. El viajero piensa que debe de ser el lío de carreteras que vio al venir. Pregunta para qué hacen la autovía al lado si ya hay autopista, más de cien metros de ancho de asfalto a través de las huertas. «Hombre, es que una es de pago», explica.

Al cabo de un rato, tras extraviarse de nuevo por unas plantaciones de viveros, al fondo de un sembrado ve una casa blanca, alta y elegante, con una torre, rodeada de árboles. El viajero se queda pasmado un momento. La visión evoca perfectamente los famosos cuadros de juventud de Miró de una masía. Es que es la misma. Es un lugar mágico, como en las pinturas. Pero el viajero duda. No puede ser, la de los cuadros no tiene una autovía con camiones que le pasa sobre la chimenea.

Enfermo de ladrillo

El viajero llega hasta la casa y en un rincón ve aperos de labranza, una vieja calesa. Se acuerda muy bien de la atmósfera de uno de los cuadros, con tinajas, surcos, animales, toda la vida secreta de la granja. De este paisaje irreal sale un hombre que está haciendo unos trabajos. «No, no soy de la familia, ellos vienen de vez en cuando», explica. El viajero pregunta asombrado cómo es posible que hayan construido ahí la autovía. El hombre sonríe y se encoge de hombros, apesadumbrado: «Ya, qué quiere que le diga...». Miró pintó varias veces la masía entre 1918 y 1922. En Montroig redescubrió su lazo íntimo con la realidad más auténtica. Miró pintaba con trazos infantiles su niñez, su tierra, su país, la raíz primitiva de la vida.

En esa torre ahora peinada sin misericordia por los camiones estuvieron charlando una tarde Miró y Hemingway, y muchos otros. Ante la torre, después de varios días viendo barbaridades y pensando que aún le queda lo peor, el viajero se entristece definitivamente por un país enfermo de ladrillo que sepulta la casa de Miró para hacer una autovía que encima no hace falta. No le suena haber visto algo del tema en la tele, en esos ratitos de noticias que preceden a los largos minutos de deportes.

«Montroig es para mí una religión», dijo una vez Miró, que volvía siempre allí como a un refugio seguro. Quizá hoy ya no creería en nada. El viajero se asusta como un ingenuo al pensar que, si no se preservan los símbolos, los reductos de la memoria cultural, cómo puede esperar la gente corriente reencontrar la plaza donde jugaba, la ribera donde iba a bañarse o el rincón del primer beso.

Al viajero le dan envidia ciertas corporaciones, ciertos alcaldes, constructores, caciquillos provinciales, técnicos de las instituciones, políticos regionales, famosos que les hacen anuncios, porque son capaces de destruir sin miramientos, dejar atrás el pasado. No tienen miedo al cambio, y seguramente tampoco a la muerte ni las despedidas. Algunos son únicamente palurdos ignorantes, es verdad, pobre gente que sólo tiene dinero. Pero otros debe de ser porque han vendido su alma al diablo. El viajero se propone recordarlo por si acaso los acaba encontrando en el Infierno, nunca se sabe, y si es que llega antes de que lo recalifiquen.

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