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JOSÉ ANTONIO FLORES VERA
Miércoles, 20 de febrero 2008, 04:05
EL padre de Haile no creyó en su hijo hasta 1993, que fue precisamente el año que venció en el campeonato del mundo absoluto en 10.000 metros si bien para entonces ya había conseguido ser campeón del mundo sub-21 en 5.000 metros y 10.000 metros. Seguramente su progenitor acostumbrado a tutearse con la paciencia como buen granjero de los vastos territorios naturales etíopes, ya adivinaba que su hijo varón no descansaría de patear esas mismas praderas africanas donde dicen que el cielo se confunde con el horizonte. Pero también sabía que no podía creer en su hijo como corredor por el sólo hecho que corriera como las gacelas cuando cientos de chicos de su edad también lo hacían por aquellas tierras africanas, y no siempre por placer; así que acostumbrado a comprobar que nada es singular sin esfuerzo, decidió empezar a creer en su hijo tan sólo cuando dejara atrás esas praderas y comenzara a correr de verdad a lo largo y ancho del mundo.
Y comenzó a correr como su padre barruntaba. Corrió por todo el mundo, sin encontrarse apenas rivales, ni siquiera de su mismo color, batiendo marcas mundiales en 10.000 (en esta distancia ha sido campeón olímpico en dos ocasiones y campeón del mundo en cuatro) y 5.000 metros en pista.
Y es en esos años cuando nos encontramos a nuestro atleta africano con una eterna sonrisa en su boca, que pierde cuando corre y recupera milagrosamente cuando llega a meta, habla con la prensa o saluda a sus rivales. Así que todos admiramos a Haile. Nadie acumulaba más oros en el fondo que él. Pero en 2003, en el campeonato del mundo de París, parecía habérsele detenido el tiempo ante la presencia de otro compatriota suyo: un mocoso apellidado Bekele.
Recuerdo que todos los que asistimos a esa carrera por televisión presentimos que había llegado el final de ciclo de Haile, así que lo fuimos despidiendo de la pista con la imaginación, con reverencias sinceras al grito de ¿maestro, maestro! Al año siguiente en Atenas se rompió su talón de Aquiles izquierdo. Ya se estaba alejando de las pistas y comenzaba a prepararse para Maratón, prueba para la que muchos interiormente le reclamábamos.
Se operó en Finlandia. Tuve ocasión de ver en un gráfico que publicó un periódico deportivo el proceso de ruptura y sellado de su talón de Aquiles, ese que tantos años había sufrido y posibilitado que corriera y ganara todo lo que corrió y todo lo que ganó. Pero, ya se sabe, ningún cirujano mejor que la propia naturaleza y con cierta nostalgia pensamos: ya no volverá a ser el gran Gebrselassie; además nos encontrábamos ante un tipo joven para el atletismo de fondo, con apenas 31 años, muchos sueños echados por tierras, muchos triunfos, y por tanto mucho dinero, el que probablemente necesitara alguien humilde de uno de los países más humildes de la tierra. Una pena. Además, no se trata ni por asomo de las ganancias mareantes a las que nos tienen acostumbrados elementos más mediáticos como futbolistas de cuyos nombres no quiero acordarme. Pero operó ese gran cirujano finés y operó el milagro; y surgido de las cenizas como el ave Fénix, nuestro gran Haile comenzó a coquetear con la distancia de Filípides. Al año de la operación estableció la mejor marca mundial en maratón de 2005 - 2:06:20-, en el Maratón de Ámsterdam. Al poco batió la plusmarca de Media Maratón en Phoenix, con un tiempo imposible de 58 minutos y 55 segundos, al tiempo que destronó a su amigo Paul Tergat de la plusmarca de 20 kilómetros.
Hace unos meses, en Berlín, en septiembre de 2007 Geb batió la marca mundial de Maratón, que también poseía Tergat, dejándola en 2:04:26 y según confesó él mismo, la noche anterior en la habitación del hotel contempló un Berlín lluvioso, triste y brumoso y no pudo evitar preguntarse - como hacen los humanos, como hacen los seres dotados de fibra sensible -'¿Qué hago yo aquí?'-, y desde entonces no he podido parar de dar vueltas a la cabeza sobre la mezcla de grandeza y humanidad de este hombre. Y sobre esa frase. A los pocos días Haile se encontraba de nuevo corriendo por los montículos cercanos a su casa de Addis Abbeba, alejado de toda posición mediática privilegiada, haciendo lo que siempre ha anhelado hacer: correr, correr sin más, igual que lo hacía cuando tenía que recorrer la distancia de 10 kilómetros que separaban su casa del colegio. Corría apretujando contra su pequeño pecho sus cuadernos y libros y de ahí su costumbre de correr con el brazo derecho semiplegado sobre el pecho. Pero al día siguiente de batir el récord de Maratón en Berlín, por primera vez no corrió por la mañana: «sentía las piernas cansadas», dijo. Salió a correr por la tarde.
Contemplar el correr de Haile es para quienes corremos habitualmente algo más que un espectáculo visual de elegancia y potencia. Es la respuesta que resuelve todos los enigmas atávicos que unen a la naturaleza con el hombre.
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