Viaje al Valle de Arán

Relatos de verano ·

josé vaquero sánchez

Miércoles, 7 de agosto 2019, 10:59

Nos casamos el día de Navidad de hace 25 años. Mi esposa Carmen y yo queríamos celebrar nuestras bodas de plata y decidimos hacerlo viajando ... al Valle de Arán. Deseábamos conocer un pequeño pueblo de ensueño, muy cerca de la frontera francesa. Para convertir nuestro deseo en realidad, partimos hacia nuestro destino en la madrugada del día 23 de diciembre. Tras recorrer muchos kilómetros, ascendíamos al pueblo a través de la carretera estrecha y sinuosa que serpentea el valle que le da cobijo.

Publicidad

El sol derramaba sobre sus faldas una luz tenue y aterciopelada que destellaba en el bello manto de color blanco que lo cubría. Había nevado copiosamente el día anterior. Los hayedos, abetales y robledales que divisábamos a ambos lados de la vía, revestidos por la nieve, semejaban espectros fantasmales que alzaban sus brazos al cielo. A lo lejos, avistábamos las cumbres de las sierras que rodeaban el valle, bañadas por una espesa capa nívea. Pronto divisamos el pináculo puntiagudo que corona la torre de la pequeña iglesia del pueblo. Al llegar a él, aparcamos el coche y dimos un pequeño paseo.

Caminando por sus estrechas calles, teníamos la sensación de que el tiempo se había detenido. Sus casas de piedra, con sus tejados de pizarra nevados, eran los testigos mudos de ello. Subimos a ver la Iglesia y, después de visitarla, nos hospedamos en un alojamiento rural a las afueras del casco urbano. Al día siguiente, nos levantamos temprano para hacer un recorrido por el bellísimo entorno. Había amanecido un día espléndido. El sol, que había despertado de su reparador sueño, alumbraba las casas de piedra con una luz intensa y brillante que refulgía y centelleaba, como la hoja de un alfanje plateado, en los finos cristalillos que formaba la nieve depositada sobre sus tejados.

Abriéndonos paso por un camino rural, alfombrado de hojas secas y nieve, a través de un bosque de hayas y robles, tomamos una desviación del sendero y, envueltos en una aureola de fantasía, misterio y romanticismo, quedamos sorprendidos al descubrir, en un claro del bosque, un pequeño cementerio, hecho con recios muros de piedra, al que se accedía a través de una rústica cancela de hierro. Comprobamos que estaba abierta y entramos.

Al frente, había una sola tumba cubierta de una gruesa capa de nieve, que ya se fundía por los efectos del sol mañanero, liberando el agua que se desparramaba por los lados de la losa. A su pie, un señor depositaba un hermoso ramo de claveles rojos y, seguidamente, rezaba fervientemente. Nos acercamos y le saludamos atentamente. Nos comentó que se llamaba Juan, igual que su bisabuelo, y que, todos los años, por las mismas fechas, venía desde Francia a visitar el pueblo y acercarse a la tumba de María, su bisabuela. Juan nos invitó a leer la inscripción de la lápida que preside el sepulcro, que decía: «Recuerdo a mi amada María que falleció en la Navidad de 1920 a la edad de 40 años». Con lágrimas en los ojos, visiblemente emocionado, comenzó a relatarnos la historia de sus bisabuelos.

Publicidad

-Mis bisabuelos Juan y María, a comienzos del siglo XX, eran dos jóvenes, con parentesco de primos, que se enamoraron profundamente. Quisieron sellar su amor casándose por la Iglesia, como exigían los cánones de la época, pero su parentesco requería una dispensa canónica que mis bisabuelos, de origen humilde, no podían pagar. Ello no fue impedimento para que mantuvieran su relación y se fueran a vivir juntos. El cura les dio la espalda por pecadores, pero los vecinos del pueblo aceptaron el hecho y, con el paso del tiempo, fueron tratados como un matrimonio más. Tuvieron dos hijos y vivieron felices hasta que María enfermó de neumonía y murió prematuramente. Mi bisabuelo quiso enterrarla en el cementerio religioso adosado a la iglesia, el único del pueblo, pero el párroco se negó a «profanar» un recinto sagrado con el cuerpo de «una pecadora». La misericordia que no tuvo el cura, la tuvieron los vecinos del pueblo que, el mismo día de Navidad, unieron sus esfuerzos para dar digna sepultura al cuerpo de María y, piedra sobre piedra, levantaron en esta zona del bosque el pequeño camposanto en el que ahora nos encontramos.

Mi bisabuelo Juan vivió con sus hijos en el pueblo, hasta que se exilió a Francia cuando terminó la Guerra Civil. Pasados unos años, falleció en ese país, en el que nacimos todos sus descendientes, entre los que yo, su bisnieto, me incluyo. Sus hijos quisieron enterrarlo con su amada María, y movieron cielo y tierra para hacerlo, pero el régimen dictatorial, vigente entonces en España, no lo permitió-

Publicidad

-Qué historia más hermosa-, dijimos emocionados a Juan

-Sí, amigos, siempre estaré agradecido a aquellos paisanos de mis bisabuelos que, el día de Navidad de hace un siglo, dieron una soberbia lección de amor, al construir, en los bosques del valle, esta preciosa morada para mi bisabuela-, respondió Juan.

Pasado un tiempo, nos despedimos de él y volvimos al alojamiento. Tras permanecer unos días más en el pueblo, regresamos a casa.

Hoy, 25 años después, celebrando nuestras bodas de oro, hemos rememorado aquel fantástico viaje.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad