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Truenos, relámpagos y una tormenta de arte
'Morante de la Puebla', Roca Rey y Pablo Aguado firman un viernes de feria apoteósico
Francisco Martínez Perea
Sábado, 21 de junio 2025, 00:57
Cuando incluso en días como el de ayer, tormentoso y lluvioso, uno va a la plaza y sabe que en ella va a estar presente ... y en expectativa de poder ver desarrollarse la imprevisible, añeja, inmensa y peculiar tauromaquia de alguien como el maestro José Antonio 'Morante de la Puebla' la bendita fiesta de los toros y todo su universo de sensaciones y emociones cobra otra dimensión, tal vez porque el duende, el genio y el sentimiento, valores consustanciales con la personalidad artística del sevillano, tienen difícil encaje en lo rutinario. El de La Puebla, que hace del toreo sueño y cuya fuente de inspiración es tan sorprendente como inagotable, ha conseguido lo que casi nadie: que ese gran misterio que en el toreo se llama acto de fe –ya saben, creer en lo que no se ve– deje de ser un enigma para convertirse en algo hermosamente constatable. Tan constatable como el interés del artista y sus compañeros de terna por llevar adelante la corrida pese a las adversas condiciones meteorológicas en deferencia a los miles de aficionados que desafiaron los elementos y llenaron los tendidos para sumarse al espectáculo.
Pero sigamos con el relato, sin truenos ni relámpagos. En Morante, que es puro duende, ya no hay sugestión posible. Lo que hace se ve y se disfruta. Y, lo que es mejor, en lo excelso, en lo que lo es tanto y en los pequeños detalles, que son parte fundamental de su ritual de torería, siempre hay algo que pellizca el alma.
El Morante que ayer irrumpió en el encharcado albero de la Monumental de Frascuelo, donde ha firmado obras maestras, quiso más que pudo porque los duendes de la bravura, que también revolotean cada tarde por los corrales de las plazas, fueron esquivos con esos otros duendes del arte que anidan en su corazón. Ni con el sobrero de García Jiménez que abrió plaza, ni con el que salió en cuarto lugar, el de La Puebla pudo ofrecer su versión más rotunda y esplendorosa, pero dejó momentos para el recuerdo, instantes mágicos que pusieron aromas sutiles a una tarde de claros contrastes, tarde de reinados, de magia y de pasiones desatadas porque en el ruedo y con los tendidos abarrotados se dirimían muchas cosas y se ponían al servicio de la causa taurina, tan interesadamente denostada por algunos, pero cada vez más vigorosa, los valores que hacen de ella algo único. Con Morante, sí; con Roca Rey, también, y con otro espada, apellidado Aguado y de nombre Pablo, sobrado de orgullo y clase que no quiso asumir el papel de convidado de piedra en el banquete de las emociones.
El primer recibo capotero de Morante fue un auténtico regalo por la cadencia, la armonía , la estética, la despaciosidad y el donaire de cada lance, pero a eso se redujo su labor porque el toro, castigado en varas, apenas pudo soportar varios muletazos. El gozo en un pozo, aunque un vecino de localidad, morantista hasta la médula, comentó que solo con los lances de recibo ya había amortizado la entrada. Un exceso de pasión, sin duda.
Pero en la chistera del sevillano, sin fondo y prolífica, quedaban algunas cosas más que el mago iba a sacar para terminar de amortizar, esta vez con fundamento, esa entrada, un recibo capotero excepcional, iniciado con un farol, seguido de varias verónicas de cartel de pintor consagrado y finalizado con varias chicuelinas arrebatadas sacadas de viejas estampas. Y después la apoteosis morantista, con pasajes de inmensa torería cuando, muleta en mano, dibujó varias tandas de naturales, de esos que hace unos días enloquecieron a los aficionados madrileños. Un Morante limitado ayer en Granada por el desigual juego de sus toros, pero fiel a su pasional forma de entender el arte de torear, mezcla de muchas cosas sólo al alcance de los genios, combinación excelsa entre lo mágico y lo sencillo, cante grande y quejío hondo. De estar amortizada, la entrada pasaba a ser pieza de museo por el genio creador de un artista divino que hace, sí del toreo sueño, pero que convierte ese sueño en algo hermosamente compartido para mayor gloria de los sentidos. Sus dos orejas quedan, como su faena, para el recuerdo.
El impacto Roca
El peruano Roca Rey es mucho más previsible que Morante, pero igualmente impactante por otros valores menos sutiles pero también importantes. En él, instalado por méritos propios en el cetro del toreo, no hay sorpresas ni entresijos más o menos sibilinos. En este arrollador Roca todo es frontal y rotundo. Sabe cuál es su responsabilidad, que es máxima, y afronta cada tarde sin escatimar nada, con un poderío insultante, con un valor por arrobas y con un concepto del toreo que hace compatible la pureza y lo rayano en el tremendismo, lo que emociona por la enjundia y el buen gusto y lo que llega a angustiar por la extrema cercanía de sus trasteos.
Roca Rey no tiene más limites que los que él mismo se impone o, como ocurrió ayer, se los impone el toro, porque coquetea cada tarde, con pasmosa facilidad, con lo supuestamente prohibido. Su faena al segundo estaba condenada a la nada por la nula colaboración de su oponente, víctima, como el resto de sus hermanos, del estado del ruedo, convertido para los astados en una pista de patinaje. Se estiró con el capote y consiguió algunos muletazos sueltos de excelente trazo, pero poco más.
Cosa bien distinta ocurrió con el quinto. Roca deleitó con el capote, variado y vibrante, y después, muleta en mano, construyó una faena siempre a más y siempre a mejor, resuelta en un palmo de terreno. Escalofriantes el pase cambiado por la espalda de rodillas, los circulares invertidos, los parones entre series y series y todo lo que fue capaz de hacer sin inmutarse ni dar un paso atrás.
Aguado, la naturalidad
El sevillano Pablo Aguado se ha convertido en uno de los más claros aspirantes a ocupar algún día el reinado artístico de su ayer compañero de terna 'Morante de la Puebla'. Le acompaña su forma de entender el toreo, mamado en las entrañas del sevillanismo más puro, le acompaña su manera de concretarlo y hasta su físico, importante también a la hora de modelar el mito. Aguado es todo eso, pero mucho más. Además de valor, que lo tiene, ofrece algo que sólo está al alcance de los elegidos: la naturalidad. Una naturalidad pasmosa que emerge cuando maneja el capote –bellísimas las verónicas a su primero y de mucho ajuste y belleza la media– y que también se hace presente cuando toma la muleta para ir construyendo, pase a pase, tanda a tanda, la postrer faena.
En Pablo Aguado todo emerge sin estridencias, sin forzar nada, con gusto, elegancia y templanza. No vende lo que no siente ni busca el aplauso fácil. Torea al dictado de su corazón, sin injerencias técnicas que puedan condicionar la forma de expresarse y eso trasciende a los tendidos. Ayer demostró que pasa por un momento dulce –el mejor tal vez de su carrera– y que, además, derrocha entrega, ilusión y sentimiento.
Su primera faena fue, de principio a fin, un tratado de buen gusto, plasticidad y elegancia, con momentos de toreo desmayado y de gran belleza. Al temple exquisito se sumó el sentimiento, siempre a flor de piel. Meritoria y gran faena del sevillano, bien rematada, además, con la espada. La oreja concedida supo a poco. Con el que cerró plaza, algo incierto, Aguado volvió a gustarse con el capote y firmó otra faena de buen pulso y ricos matices artísticos. La oreja que paseó de este sexto le permitió compartir la Puerta Grande con sus compañeros. Excelente tarde la suya.
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