Quince Dirhams
Relatos de verano ·
manuel de pinedo garcía
Martes, 6 de agosto 2019, 10:26
El barco, entre dos continentes, se acercaba a la costa africana. Mi esposa, mis hijos y yo mirábamos con cierta impaciencia.
– Ya llegamos – les ... dije.
La mar, perezosa, disolvía sus rizos en la arena. La furia de las últimas olas iba a morir contra los muros del puerto. Un arco de espuma nos saludaba –sin querer que se notara su presencia– con modestia, dulzura y destellos claros.
–¿Ya estamos en Tánger, papá? – preguntó el mayor.
–Sí, hijo mío.
Detuve el coche junto al número treinta del boulevard Pasteur (así se llamaba en los años setenta) y un joven se acercó.
–Voulez-vous un bon hotel? – se apresuró a preguntar.
–No. Gracias.
–¡Ah, español!
–Sí.
–Perdón. Creí que...
Era moreno, con los maxilares enormemente desarrollados. Ojos pequeños, penetrantes. En sus cabellos rizados, revueltos de caracoles, parecía mezclarse el hambre y la aventura.
–Si quiere, por quince dirhams, puedo enseñarles las cosas típicas de la ciudad.
–Gracias. Venimos cansados. Mañana, tal vez.
Recordé las advertencias del policía de la aduana. Pero, este chico no parecía malo.
–Conozco muy bien España, y me gusta mucho –siguió hablando–. He trabajado en Bilbao, en Madrid... También he estado en Francia. Sé varios idiomas.
Y, para corroborarlo, habló a mis hijos en inglés.
–No te molestes –le dije –. Ellos no saben inglés.
Nos dirigimos a la agencia de viajes para poner en regla la reserva del hotel y, poco antes de llegar, una avería inmovilizó el coche.
–¡Qué fastidio! –exclamé.
Hubo que pedir por teléfono a Casablanca un par de piezas de recambio. Tardarían en llegar a Tánger dos o tres días. Por tanto, nuestros planes se vieron alterados, al tener que permanecer en la ciudad más tiempo del previsto, cosa que no importaría en exceso si los dineros hubieran sido más abundantes.
–¿Tendremos suficiente para finalizar el viaje? –se inquietó mi esposa.
–No te preocupes, cariño.
Transcurrió la noche de magia y silencios.
A la mañana siguiente, en la puerta del hotel aguardaba el joven marroquí.
–¡Buenos días! ¿Han dormido bien?
–Sí. Gracias. ¿Y tú?
–Bien, bien.
Acarició a mis hijos.
–¿Es tu amigo, papá? –me preguntó el más pequeño.
–Sí.
–¿Cómo se llama?
–¿Cómo te llamas? –trasladé la pregunta.
– Ahmed.
Mis hijos repitieron varias veces aquel nombre cuya fonética les resultaba tan difícil.
¡Ahmed!
Cogimos un taxi y recorrimos la ciudad y sus alrededores. Ahmed nos acompañaba.
Desde los miradores de la montaña, Tánger surgía como un capricho del agua y de la brisa, como un regalo del azulado cielo. Era una ciudad europea; pero el aire traía perfumes de oriente.
¡Cuántas cosas debieron suceder aquí! –pensé.
Repasé mentalmente la historia de los últimos años, al menos la que yo conocía.
¡Tánger! ¡Qué cerca y qué lejos de España!
–Ese es el palacio del gobernador de Tánger –explicó Ahmed.
–¿Y esa bandera? – preguntó uno de mis hijos.
–Es la bandera de Marruecos.
–La de España es más bonita –comentó.
Ahmed y el taxista se miraron.
Para salir de la 'tensión', dije a mi hijo que las banderas de todos los países son bonitas.
–Sí. Pero...
–¡He dicho que son igual de bonitas!
–Sí, papá.
Normalizada la situación continuó el improvisado guía:
–Aquella es la residencia de verano del rey.
–Muy hermosa – comenté.
–Al rey le gusta mucho venir a Tánger –dijo el marroquí.
Fuimos al cabo Espartel, donde se juntan las aguas del Atlántico y del Mediterráneo. En la mar, una cinta azul y los puntos lejanos de los petroleros.
¡Azul de mar y petroleros! ¡Qué lamentable contraste! ¡Negro de barcos y mar amenazada! Y es que... No se puede tener todo a la vez. Elijamos entre respirar aires puros o trasladarnos sobre las estrellas a la velocidad del sonido. Elijamos entre los atardeceres en paz o los cañones de la guerra. Elijamos entre vivir o morir lentamente.
Cerca, la cueva de Hércules, como una herida que el océano ha hecho en la tierra para que se escape el alma de los condenados.
Un anciano, con una rústica antorcha, nos enseñó todos los rincones de la gruta. En algunos momentos, lo confieso, sentí miedo. Cuando esto me sucedía, apretaba fuertemente a mis hijos contra mí y cogía la mano de mi esposa.
Después, visitamos la Kasbah: colores y miseria disfrazados para los turistas.
Los niños vendían tortas y los ancianos, sentados en el suelo, nos miraban con ojos resignados.
En uno de aquellos puestecitos había una foto de un jugador de fútbol español, con su camiseta.
–¡Mira, papá! –exclamaron mis hijos, al unísono, al descubrir la imagen del futbolista.
Al final, un museo de artesanía marroquí y una mezquita.
Y siempre, por todas partes, el hermoso paisaje de la mar, con un rosario interminable de islitas, y el puerto donde desembarcamos, y lejos, casi perdidas en la bruma, las costas gaditanas de España.
Comimos en un restaurante típico: cuscús, pinchitos...
Ahmed nos acompañó, aunque tuve que pedírselo varias veces.
–¿Os gusta? –pregunté a mis hijos.
–Sí, papá.
Comprobé, al mismo tiempo, que mi mujer comía con verdadera satisfacción.
Al terminar la comida, nos dirigimos al hotel para descansar unos minutos.
El joven caminaba al lado de mis hijos, dándoles la mano, que ellos sujetaban con alegría, yo diría que también con orgullo.
Nos despedimos y le di quince dirhams.
–Gracias, señor –y se alejó sonriente.
–Papá, ¿por qué le has dado dinero a Ahmed?
No lo hubiera comprendido. Por eso, esquivé la pregunta y subimos a nuestras habitaciones.
Desde aquel día, mis hijos no han dejado de preguntarme, de manera curiosa y persistente, por su amigo Ahmed, y de esto hace…más de cuarenta años. Sin embargo, todo permanece en mi mente como… como si hubiera sucedido ayer.
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