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Ioana Gruia (Bucarest, 1978) exhibe una sensibilidad fuera de lo común en sus poemas. Su más reciente obra 'La luz que enciende el cuerpo' (Visor), ... se presentó en el último día de la Feria del Libro.
–Hopper protagoniza la portada y el primer segmento de su libro. ¿Por qué?
–Adoro los cuadros de Hopper y me identifico profundamente con su imaginario y con las mujeres de sus pinturas. Vi muy claro que la primera sección del libro, con poemas dedicados a varios de sus cuadros, debía llamarse «Las mujeres de Hopper». Te cuento también que he escrito un libro de cuentos, aún inédito, titulado igualmente 'Las mujeres de Hopper'.
–Somos cuerpos hechos de piel y pensamiento, dice. Entonces, ¿por qué pensamos a veces tan poco?
–Tal vez porque no le damos la importancia merecida al cuerpo como ligado al pensamiento. El psicoanalista Didier Anzieu propone la noción de yo-piel, que aparece en la primera infancia, como inseparable del pensamiento y la escritora Hélène Cixous habla de «pensar la piel». Tomar conciencia de que somos cuerpos es tomar conciencia de nuestra fragilidad, de nuestra vulnerabilidad, y ahí reside también nuestra fortaleza. «Las vidas son tan cortas, /tan pesados y frágiles los cuerpos». Son versos que me obsesionan y pertenecen al Cancionero de Petrarca. Quiero reivindicar algo que se me ocurre llamar la sensualidad pensante, un lugar «donde navegan juntas la razón y la piel».
–El reencuentro con el fantasma o la presencia perdida de sí misma, ¿le hace arrepentirse de algo?
–Soy siempre partidaria del vitalismo, de la felicidad, como diría Gil de Biedma. Pero sí que trabajo con la reelaboración poética de muchas dudas.
–¿Dónde está su herencia sentimental?
–Soy una feminista con alma de bolero, como digo en 'El baile de Natasha'. Si me permites seguir citando unos versos de este poema, creo en «ese difícil/ arte de ser amada con locura/ y a la vez con bondad y con respeto». En una época de descrédito, en parte justificado, del «amor romántico» (una expresión que deberíamos matizar mucho), no quiero renunciar a la intensidad, al «amour fou» que defendía Breton, una intensidad que debe ser siempre iluminada por un absoluto respeto y por la lucidez, una intensidad que debe poder identificar también las sombras. Así lo digo en el poema que abre el libro, «Una mujer al sol»: «No hay nada tan rotundo como un cuerpo.// Imagino la historia/ de esta mujer desnuda y pensativa/ que se parece a mí.// Es dueña de su soledad y anhela/ un amor torrencial,/ un pálpito de mar embravecido/ que a la vez le respete el pensamiento,/ que le permita analizar las sombras». Reivindico la bondad que hay en el deseo, en la intensidad acompañada del pensamiento. Mi herencia sentimental está en este deseo, en los acordes del violín gitano que se oye en el casco antiguo de Bucarest y en los destellos de luz entre las hojas, una imagen cotidiana y milagrosa. En 'La luz que enciende el cuerpo' he procurado transformar en materia poética esta unión entre deseo, sensualidad y pensamiento.
–Qué es la maternidad para quien acaricia un pelo infantil?
–Ser la madre de mi hija Kezia es lo mejor que me ha pasado en la vida y eso ha permeado mi literatura. Procuro disfrutar muchísimo de su infancia. Como digo a menudo, creemos que estamos protegiendo a nuestros hijos, pero en realidad son ellos los que nos protegen.
–Llamar a las puertas del cielo, con la que está cayendo, ¿es ingenuidad o recordar que nuestros sueños se esfumaron, al menos en parte?
–En el amor se llama siempre a las puertas del cielo. Y a veces hasta se abren.
–El libro incluye un homenaje a Margarit con una cita y un poema. ¿Cuál es el hilo que le une a él?
–Adoraba a Joan Margarit, al que tuve el privilegio de conocer y con el que pude mantener algunas conversaciones memorables, y adoro su poesía. De sus versos y de sus fantásticos ensayos sobre la construcción de los poemas he aprendido muchísimo.
–Si tuviera que definirse, ¿cómo lo haría?
–Soy una escritora mediterránea en español, nacida en el casco antiguo de Bucarest, donde los violines gitanos desgarran el corazón.
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