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Éramos imparables

Éramos imparables

Relato de verano ·

Roberto Fernández Villalobos

Lunes, 12 de agosto 2019, 12:37

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Calles, río, árboles, casas, y gente, mucha gente pasaba cerca de nosotros y a todos los dejábamos atrás. Como si fuera una sucesión acelerada de imágenes que emitía aquel proyector de cine de color naranja que me regalaron unos Reyes Magos en una Navidad en que Granada amaneció nevada. Sí, aquel proyector de películas que manejabas tú mismo con aquella manivela pequeña que tenía en un lateral y que, girando y girando más rápido de la cuenta podías ver cómo se aceleraban todos los acontecimientos. Así vienen a mi memoria aquellas imágenes junto al río, fotograma a fotograma, veloces, y al mismo tiempo agradables, pues siempre disfrutábamos de cada instante.

Digo disfrutábamos porque éramos dos, siempre dos, mi padre y yo. Salíamos de casa un poco más arriba del Puente Verde en el Paseo de los Basilios, a la vera del río Genil. Cruzábamos a la acera de enfrente, pues allí era más ancha y apoyaba su bicicleta enorme sobre un banco, entonces él me ayudaba a subir con cuidado a una sillita que tenía instalada sobre la rueda trasera. Era una sillita verde, ya un poco desvencijada, pero que aún podía sostener mi peso. Desde muy pequeño ya me subía en ella, pero cuando tenía unos seis o siete años es cuando recuerdo esos magníficos viajes. Subirme a esa sillita era toda una liturgia, tanto en la forma de proceder como en las frases repetidas que ahora resuenan en mi interior: ten cuidado con no meter el pie en la rueda, vamos a abrocharte bien el cinturón, el casco es muy importante para proteger la cabeza…

Ahora caigo en la cuenta de que en realidad, aquellos viajes a lomos de aquel caballo de dos ruedas me hicieron más humano.

Ese paseo en bici junto al río era todo un acontecimiento, un aprendizaje. Planteaba dudas, si iba a llover o no, si habría mucha gente o mucha circulación, el frío… Aportaba emoción a un niño que me resisto a olvidar, y que en los momentos previos a la salida, admiraba a aquel jinete que, al compartir su tiempo conmigo, iba a enseñarme a que en la vida a veces el viento viene de proa y otras de popa ¡cómo costaba pedalear en contra del viento!, que era importante saludar y sonreír a todas las personas conocidas que nos encontrábamos, que las normas de todos deben ser respetadas por todos:

-Papá, si no viene nadie, vamos a cruzar ya – le insistía con cierto tono de queja.

-Está rojo, hay que tener un poco de paciencia – me contestaba lentamente como para dar importancia a la frase y que no se me olvidara.

Estos son algunos detalles de los muchos que podría contar de cómo unos sencillos paseos en bici me ayudaron a crecer.

En mi casa y enfrente de ella comenzaba todo. Allí surgía la vida, nacía el río y para mí era el kilómetro cero de la ciudad. Él iniciaba el pedaleo y bajábamos suavemente dejando el Genil a la derecha y un poco más allá los jardines del Salón que en aquel tiempo me parecían un bosque enorme al que tenía cierto respeto. Agradecía que el río hiciera de frontera natural entre mi casa y la ciudad.

Dejando atrás el Puente Verde frente a 'las Brujas', que así llamaba mi padre al colegio del Sagrado Corazón, seguíamos avanzando hasta los Escolapios. Yo tenía allí algunos amigos y él siempre me hacía algún comentario evocador de su antiguo colegio en los que se traslucía que apreciaba y quería. No era extraño pararnos más de una vez frente a sus cancelas negras (que siempre me resultaron un poco tenebrosas) porque en el mismo instante en que pasábamos por delante de ellas coincidiera con la salida de algún antiguo profesor suyo. Entonces el mundo se paraba y su colegio era el centro de atención. Esto hacía interrumpir momentáneamente nuestro viaje como si de una estación de tren se tratara, y a mí me molestaba mucho. Prefería que lloviera, o parar en un semáforo en rojo un rato largo, antes que esas paradas eternas en que de pronto me sentía desplazado y en un segundo lugar.

Una vez que enfilábamos el Paseo del Violón alcanzábamos ya una cierta velocidad de crucero. ¡Qué bueno! Tenía que volver la mirada atrás con cierta rapidez si quería alcanzar algún detalle al ver un perro que me había llamado la atención, un niño jugando, un edificio, un coche, no sé, todo pasaba muy rápido. Hasta que llegábamos a otra parada prolongada, porque esta vez había que cruzar otra calle donde pasaban, esta vez sí, muchos coches, era el Camino de Ronda. Esta interrupción era como un paso a nivel con barrera cuando viaja uno en tren. Cuando lo cruzábamos mi padre iniciaba el pedaleo hasta alcanzar nuevamente una velocidad suficiente para sentirnos únicos, para sentirnos imparables. Ya no había más interrupciones junto al río que a esta altura ya nos acompañaba a nuestra izquierda y entrábamos en un carril bici en la Vega que casi llegaba al pueblo de Purchil. Ahora los compañeros de viaje eran árboles, algunos paseantes o corredores, patinadores, gorriones, y algunas parejas de patos que me encantaba mirar.

Paseo del Salón, Puente Verde, 'Brujas', Escolapios, Paseo del Violón, Vega… frío, calor, lluvia, saludos, paradas, sonrisas. Un no te muevas, agárrate bien, ojo al bache, cada vez pesas más. Estas imágenes y frases me han acompañado en mi vida, siempre están ahí, en algún lugar. Y por supuesto, ese viento en la cara, esa sensación de velocidad que se convertía siempre en una emoción contenida y que nos convertía en imparables. Pero siendo emocionantes esos paseos con aquel magnífico jinete, ahora descubro realmente dónde residía la grandeza de esos viajes compartidos, y era la magia que se producía al abrazar fuertemente la cintura de aquel superhéroe para no caerme.

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