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Patricia Guerrero en 'Deliranza' Fermín rodríguez

Profeta de negro y oro

'Deliranza', de Patricia Guerrero, es una obra surrealista, onírica, imaginativa, arrostrada con un mismo lenguaje, con una visión contemporánea

JORGE BUSTOS

Sábado, 9 de julio 2022, 14:24

El sueño de todo artista, de toda bailaora, es trabajar en su tierra, con compañía y producción propias y, por encima de todo, sentirse querida ... y admirada. Todo eso lo reunió este viernes Patricia Guerrero, con su espectáculo 'Deliranza' (entre la danza y el delirio), con un elenco superior y con el patio de los Jardines del Generalife lleno hasta la bandera, como se suele decir, de flamencos, seguidores y curiosos pendientes de su nueva propuesta. Fue un acierto del Festival de Música y Danza. En Granada deberíamos estar moral-mente obligados a traer anualmente a nuestros artistas que se han abierto camino fuera de nuestras fronteras, máxime si tienen algo que contarnos, máxime si son punta de flecha en el flamenco actual, máxime si son Premio Nacional de Danza.

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Pero el sueño de Patricia va más allá. De hecho 'Deliranza', o sea, el delirio, es una obra surrealista, onírica, imaginativa, arrostrada con un mismo lenguaje, con una visión contemporánea, sin dejar de ser flamenco y responder a sus esquemas, en una suerte de entrega que muy bien se podría calificarse «contemflamenco». La luz (o su ausencia) juega igualmente un papel importante que, incrementada por la lejanía de un servidor (fila 21), acababa de emborronar lo difuso. Penumbra, en cuarto creciente, que se matizaba por momentos y se maceraba en el silencio. Gran parte del baile se expresó a palo seco, a veces roto tan solo con la percusión de Agustín Diassera o con la guitarra de Dani de Morón, que latía como nunca en una experimentación continua. El armazón musical, complementado con Óscar Álvarez, al teclado, y las voces de Sergio 'el Colorao' y Amparo Lagares (con un scat o glosolalia controlada), rozaba lo extraordinario. Un gran cajón, suspendido entre andamios, contenía a estos músicos en alto como si fueran parte de, la misma ensoñación. Las tablas se hicieron teatro, con lienzos y bambalinas negras, borrando el bello escenario natural.

La buena forma de la bailaora granadina le permitía permanecer en escena en todo momento (hasta el minuto 40 no abandonó por primera vez el escenario, para tornar enseguida), salvo muestras puntuales de su cuerpo de baile: Martí Córbera, Maise Márquez, Gloria del Rosario, Ana Pérez, Hugo Sánchez, Ángel S. Fariña y Fernando Jiménez. Es ella la que sueña, es ella en la que entra en un mundo paralelo y pasa a ser «Patricia en el país de las maravillas». Guerrero, a solas o interactuando con algunos bailarines, paso a dos, redondo o quebrado, pausado o temperamental, que va desarrollándose en un espectáculo quizá demasiado monótono y repetitivo, una fórmula que se estira y estira peligrosamente, alargando los setenta minutos prometidos hasta pasar la centena en una innecesaria combustión lenta.

No obstante Patricia demuestra un desbordante poder creativo y un gran trabajo coreográfico, en el que destaca el contraste —ella de oro (o de rojo o de mar) y la compañía de negro— y el dominio del espacio (aunque nunca se conseguirá la foto definitiva, la imagen orbital que engulla todo el escenario y quede para el recuerdo).

Tras la soleá primera, aparece el cuadro con abanicos y bastones, sombreros y palillos para abordar unas bulerías a capela (Sergio enorme), aderezada con ritmo de tacón. Ella regresa con el toque oriental de un derviche, mientras a su espalda desfilan los bailarines como si fuesen uno, ilustrando las transiciones. Tras un recitado, con un vestido azul de volantes, Patricia muestra sus raíces por tangos de Granada, antes de dejar otra vez solos a su compañía y volver con nuevo paso a dos y pasar después a una interesante bulería (Amparo Lagares) con efecto chorus, apoyada por la percusión. El final se acerca con un bello ovillejo cantado por milongas y la granadina recorriendo de rojo el escenario con una cola de cinco metros, a la manera de Rafaela Carrasco, sin conseguir posiblemente el efecto deseado. Termina la secuencia por rumbas, que tal vez hubiera sido un buen final. Pero aún quedaba una larga seguiriya, una dosis más de silencio, la vuelta del cuerpo al unísono, como si fuera una bandada de estorninos, y el regreso dorado de un comienzo que, como en un círculo cerrado, vuelve a empezar: Patricia despierta del sueño.

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Una gran obra perdida en el enigma de un minutaje más prolongado del conveniente y un remedo constante de sí mismo hasta agotar a un respetable que quedó deseoso del estallido de luz y color y de esa foto fija necesaria para alimentar su memoria.

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