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Los bailarines del Les Ballets de Monte-Carlo, sobre el escenario del Generalife. alfredo aguilar

Hadas y elfos entre los cipreses del Generalife

Primera gala de danza clásica del Festival de este año, a cargo de Les Ballets de Monte-Carlo

andrés molinari

Sábado, 19 de junio 2021, 01:45

En esta Europa nuestra de los abandonos británicos, las disputas por los fondos estructurales y las riñas de escuela por los repartos de vacunas, aún ... quedan diminutos principados que evocan una remembranza de tiempos no mejores pero sí más idealistas. Un ejemplo es el mínimo estado monegasco, el más depurado espécimen de esa cultura, mitad de genios mitad de memos, que es el minimalismo. Y desde Mónaco volvió anoche a visitar nuestro también idealizado Generalife, un ballet henchido de minimalismo y ahíto de recuerdos de la Europa más clásica, en la que Terpsícore revoloteaba, entre tules y tutús, entre París y Moscú.

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Para este 'Sueño' Jean-Christophe Maillot ha creado una coreografía neoclásica y límpida, despojada de aquellos artificios del ballet novecentista al que me refería, depurada en sus gestos, escueta en sus dinámicas corporales y tenuemente asida al andamiaje argumental de la pieza ubicua en este arranque de Festival, que es: Sueño de una Noche de Verano, de William Shakespeares. Tres actos le sirven al artista de Tours para subrayar los tres niveles sociales reflejados en el clásico cuento shakesperiano: los mínimos sobrenaturales que pueblan los bosques y las forestas, siempre juguetones y algo casquivanos; los asendereados y casquivanos dirigentes de la mítica Atenas y los ahincados artesanos en cada uno de sus quehaceres. El espectáculo se viene arriba cuando en el ancho escenario del Generalife balancean, oscilan y vagabundean casi cuarenta bailarines.

Juventud y madurez

Hay veces en las que, como en este caso, aplaudimos el llamado casting o reparto de bailarines, según sus cualidades, para cada uno de los personajes tejedores de los tres actos. A los más jóvenes y con mayor vigor corporal le fue encargada la parte que requería mayor brío y denuedo, aunque en lagunas escenas rayaron lo caótico, el aspaviento porque sí y es espasmo sin belleza. Los danzantes con mayor solera mostraron rasgos de la antigua escuela, más escorados hacia lo académico que hacia las moderneces. Ellos dibujaron los etéreos mundos de hadas, elfos y pajes que forman el cortejo de Titania y Oberón. Imposible abstraerse anoche de un paralelismo entre esa corte ficticia ideada por el vate de Stratford y la propio corte monegasca con sus lentejuelas su glamour y su casino.

Con el atuendo dibujado en los mejores cuentos de hadas, los bailarines que aparentaban mayor edad dieron vida a los artesanos, distraídos con lo que hacen sus manos, mientras no dejan parar de danzar con sus pies. Alguna tontería en la actuación dio su punto de variedad al espectáculo y la música atonal más ruidosa que melodiosa hizo descender la calidad de este ballet

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Escenografía y vestuario

Al igual que la propia Alhambra es mitad historia, mitad leyenda, anoche junto a ella vimos una coreografía que reparte su estampa entre los narrativo y la abstracción. Tal vez algo más escorada hacia lo teatral que hacia lo conceptual. Por eso al valorar tan clásica propuesta es necesario fijar nuestra atención en la escenografía y en el vestuario.

El ballet moderno no sería nada sin una escenografía creativa y un mínimo detalle haciendo de decorado. Anoche los esbeltos cipreses cedieron su apostura vertical para una sucinta escenografía creada por Ernest Pignon-Ernest a base de cascarones blancos como puentes sin río, robles primáticos blancos de un bosque ideal y poco más.

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La actuación fue de lo peor, porque los aldeanos a fuer de ser mediocres bailarines eran malísimos actores.

Algo más interesante fue el vestuario diseñando por Philippe Guillotel unas veces con epigrafía dispersa por sus arrugas y dobladillos, otras haciendo a los bailarines cebras rayadas como arlequines reflejados en espejos deformes, incluid esa flor sobre ruedas de pétalos dentados y pistilo como un pene ministrador de humareda.

Las luces calculadas por Dominique Drillot bien, pero con errores imperdonables en el teatro del Generalife..

Primera noche de ballet en el Generalife. Noche discreta y algo decepcionante, más de galaxia grupal que de estrellas rutilantes de la danza. Por tanto pocas esperanzas de que la danza brille como debiera en este señero cumpleaños del Festival. Tan sólo dos compañías, las más cercanas a los Pirineos, y relleno con compañías españolas y andaluzas, que el flamenco se amolda a todo. Por supuesto, para celebrar estos setenta años de Festival en Granada se podía haber elegido una compañía de ballet mucho mejor, una de esas que hacen historia allá donde desembarcan con sus tutús y sus puntas. Dejemos a un lado posibles ineptitudes en la programación y admitamos la excusa de que la pandemia aún no ha terminado y que no todos los conjuntos extranjeros están dispuestos a viajar a una ciudad que desea un Festival de altura, pero que baja sus contagios virales con la extrema lentitud de un larhissimo, que ya querríamos que esto fuese un allegro con fuoco, cargado de semifusas.

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