El Generalife como cine de verano
andrés molinari
Miércoles, 22 de junio 2022, 13:28
La lluvia pareció interesada en no perderse una noche de danza en el Generalife. Suerte que, con su buen criterio, se retiró a media mañana, ... alejó el amago de suspensión, y permitió que Lucía Lacarra y Matthew Golding hicieran su pinito sin más molestia que la suave brisa de la primera noche de verano.
Precisamente la noche era la protagonista anunciada. Y, lógicamente, el escenario se colmó de negruras entrecortadas de grises y añiles goteados del más clásico de los crepúsculos. Todos los focos reunidos en escena y apagados los lejanos. La imprescindible página de danza contemporánea que ha de hojear todo buen Festival, es también noche tenebrosa en la que se dan más palos de ciego que aciertos destellante. Sobre todo cuando se confía esta escueta cuartilla del programa a una creación que confunde el Generalife con un cine de verano.
El mito del actor que se sale de la película y vive unos minutos en escena o viceversa, ha sido tratado, con más pena que gloria, por los arrabales del séptimo arte. Aquí la película tiene más parejas danzantes que la única que el film derrama sobre el linóleo. Y en ambos casos aburre más que arrebata, a pesar de explicitar que se trata de un recuerdo, de una evocación, de un sueño… Allí un descapotable, un sótano con bombillas de billares, una carretera al atardecer… Aquí una cama, a veces como carricoche de la pareja, y unas fotos caídas emulando la lluvia ausente.
La danza en sí, si la desnudamos de tanto cine y tan poca coreografía, también resulta apagada y neblinosa. Repeticiones de pasos ya conocidos que cansan con su duplicidad y su apatía. Como ese en que el chico ase a la chica por su espalda, la levanta un poco del suelo, y ella abre las piernas muy tensas y las convierte en agujas de reloj para marcar en el aire todas las horas posibles. Un Matthew más bien torpe en el movimiento del cuerpo propio y el levantamiento al aire del ajeno. Una Lucía muy deudora de la danza clásica: puntas sin tutú. Expansiva en sus miembros, poco expresiva en sus gestos, algo almidonada en sus encuentros. Ambos más atentos a crear imágenes estáticas que a devanarse en el brío de la dinámica o en la locura tan preciosa cuando es bien danzada.
La música: nostalgia de un cine con lágrima a flor de párpado y de un guateque con Piaf o Brel en el vinilo. La brevedad del espectáculo como confesión de que no hay ya más recursos ni argumento ni talento.
La luna, obsesiva y ligeramente mutable, a veces cambió su redondez hacia uno de sus cuartos. Cuarto creciente para los entusiastas de Darty Dance e imitaciones deshilvanadas como ésta, y cuarto menguante para el Festival y los puristas de la danza contemporánea, que saben distinguir la proeza del embeleco y prefieren las claras luces del día a las añagazas que se ocultan 'In the Still of the night'.
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