Coro y la Orquesta Nacionales de España. FERMÍN RODRÍGUEZ

Brahms, buen guía para volver al Paraíso

andrés molinari

Sábado, 9 de julio 2022, 00:19

Dicen los viejos escritos que cuando Adán y Eva desobedecieron a su Dios, todos perdimos el Paraíso. Tal vez por eso, la humanidad ha constatado ... que sólo obedeciendo a esos poquísimos hombres en cuya inteligencia pervive un rescoldo del fuego divino, podremos recuperar, al menos fugazmente, un ardite de aquel jardín de Edén.

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La noche del pasado jueves rescatamos, por una hora, aquel lugar perdido. Fue gracias a un hombre llamado David Afkham, obediente en esencias y literalidades a la partitura de Johannes Brahms, exhaladora de una evidente inspiración divina. Y si de obediencia humana hablamos, como para compensar aquel pecado de la pareja primigenia, otra pareja más real y cercana, la formada por el Coro y la Orquesta Nacionales de España, también obedeció con acierto y complacencia a su director, trayéndonos todos hasta el Palacio de Carlos V, un jirón de cielo. Los muertos no mueren para sí, mueren para que los que aún no lo estamos utilicemos todo lo bueno de nuestras almas para alertar sobre fugacidades y deseemos para todos un eterno descanso, que es lo que significa en latín la palabra réquiem.

Desde el pianísimo inicial del 'Requiem' de Brahms, supimos que sería una noche de las grandes de este 71 Festival. La orquesta, protagonista de aquellos primeros festivales, entregada y bien empastada, con las cuerdas graves sumamente expresivas, sobre todo cuando imitan al latido del corazón humano, y los timbales sabedores de su rica función marcial y enardecedora. El coro, en un estado de gracia, ahincado toda la noche en no perder ni afinación por los instantes de briosa potencia, ni ganar en decaimiento cuando las sílabas alemanas casi musitan el aire. Los dos solistas: Katharina Konradi y Peter Mattei, discretos, con voces muy adecuadas y bien engastados en sus puntuales intervenciones.

Y el director. Ese portento de musicalidad y convicción. Sabedor de que dirigía un coro, acompañado de orquesta, por tanto nada de batuta. Pero mejor. Manos que amasan la belleza en el intangible para que las tinieblas de la noche fermenten en luz sonora, dedos larguísimos y trémulos como para dirigir a cada uno de los cantantes, cimbreo constante de su cuerpo sintiendo las ondulantes deprecaciones a Dios. Ni un intento de novedad sobre lo escrito ni una tentación de ocultar el evidente parentesco, por momentos, de este coro con el de la novena de Beethoven. Allí un himno a la alegría, aquí una bienaventuranza al dolor. Pero en los confines se hermana el arte.

Una noche de poesía, esmeradamente espigada por Brahms desde aquellos mismos libros en cuya primera página figura Adán. Textos alemanes esta vez desgraciadamente sin traducir en luz sobre los arquitrabes de palacio. Noche tan redonda como el patio circular que reparte los lados de su diámetro entre artistas y público en un mismo sentimiento, una misma oración. Noche destapada, en un claustro sin techo ni artesón, con la inmensa pupila negra del cielo mirando la plegaria intensamente humana que sólo pide paz: paz posible para los vivos y paz eterna para los muertos.

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