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Andrés Molinari
Domingo, 4 de julio 2021, 23:57
En sus conceptos primitivos la academia es lo opuesto al monasterio. La primera, fundada Platón en Colono, era una institución abierta, tanto al cielo que cubría aquel huerto-jardín como a todo alumno que deseaba conocer la verdad. Mientras que el monasterio, de igual origen griego, quiere decir vivir en soledad, recluirse en clausura. Ayer la Academia visitó el Monasterio y dio a entender que también hay festivales que se parecen a un cenáculo de élites y practican la cerrazón a jóvenes aprendices, mientras que otros se muestran abiertos a propuestas novedosas y a iniciativas llenas de vida.
Por suerte ahora el Festival de Granada es de los segundos. Darío Tamayo, que sustituía en la dirección al enfermo Carlos Mena, lo explicó de forma breve y certera antes del concierto. Es un riesgo calculado crear una Academia Barroca dentro del Festival, pero si no se desatan amarras la nave nunca alcanza el horizonte. Por ahora la Academia no imita al monasterio más que en la belleza. Y serpentea por la programación de este año sirviendo al tema nocturno que protagoniza parte del repertorio en su setenta cumpleaños.
Seis voces ya bien timbradas, cuatro mujeres y dos hombres, más Darío en el bajo continuo, imprescindible para entonar modular y acompañar pero sin hacerse notar, más que lo justo, después emergiendo casi de la nada cuando las voces callan. A veces subiendo al teclado alto para trinar en lo agudo sin aspereza y gotear lo tierno si empalago. Y siempre con una mirada de complicidad con cada uno de los que salían a leer en su atril negro.
La rutilante mañana de julio contradecía la nocturnidad referida en los textos cantados por los seis solistas. Textos que esta vez no se nos ofrecieron ni proyectados ni impresos en el programa de mano. Así es que hubimos de quedarnos con la música, los fonemas que intuimos eran en español, inglés o italiano y la enorme teatralidad de cada uno de los miembros del sexteto que deviene de la ópera que ellos mismos protagonizaron y ayer de nuevo afloró en sus ademanes, gestos, posturas y entrecejos.
Sobre esa teatralidad más que lógica en piezas del barroco con argumento humano, seis voces de elegante fraseo, a veces algo excesivas en el punteo de las sílabas pero esquivando esa falta de personalidad propia que siempre se nota en los recién egresados de una academia y en los que aún arrastran el andador que les suministra la escuela.
Temas muy de la noche como el desvelo en el amor o el desamor, la triste mirada a las estrellas, la magia que rodea la hora del sueño. Echamos de menos alguna canción escenificada a dúo hombre-mujer. Ah! Romeo en la noche bajo el balcón de Julieta o Cirano amparado en las tinieblas para no ser visto, sólo oído, por Roxana.
Al final, tras estos temas paganos, nunca disonantes en un monasterio, la academia, en dos tríos finales, recordó la Nochebuena. Un villancico en julio mientras esa misma escena coloreaba una de las paredes de la iglesia, pintada por Juan de Medina casi en las mismas décadas en las que se escribieron las músicas que llenaron por completo el espacio sonoro del templo de los jerónimos.
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