Aquella encina de Falla y Guillén
La Zubia conserva el emblemático árbol de la Huerta Grande, un referente emocional para los dos creadores
Jorge Pastor
Granada
Domingo, 15 de diciembre 2019
Corría el año 1937. La Guerra Civil causaba estragos en Granada. La familia Guillén García traslada su residencia de la capital a la Zubia. Dolores, ... la madre, de luto riguroso tras la muerte de su esposo Jorge dos años antes, consideró que era la mejor manera de proteger a los suyos. El pequeño Rafael, Rafael Guillén, tenía apenas cuatro añitos. Dolores trabajaba como representante de ultramarinos Los Coloniales, el único ingreso que entraba en casa tras el fallecimiento de don Jorge. Rafael estuvo en la Zubia hasta 1944, cuando retornó a Granada. Siete años de infancia correteando con los amigos por las calles y placetas que mediaban con la Huerta Grande. Donde estaba esa imponente encina, plantada en la época de los Reyes Católicos, que guiaba a los caminantes como los faros guían a los navegantes. «Allí está la Zubia». Rafael Guillén, el único gran poeta de la generación de los cincuenta que aún vive, trepaba por los tapiales de la Huerta Grande para observar cómo los aviones planeaban sobre Granada, lanzaban bombas y sembraban destrucción.
En 1939, exactamente en el verano de 1939, es bastante probable que, subido al tapial, su mirada se cruzara en algún momento con la de un señor calvo y con gafas que paseaba por la Huerta Grande. Un señor calvo y con gafas que se llamaba Manuel de Falla y que vivió ese estío en la Huerta, invitado por los dueños, los Fernández Montes. Allí encontró el silencio y la paz necesarios para acabar 'Los homenajes' y dejar muy avanza 'Interpretaciones expresivas de polifonistas españoles', que la finalizaría en Argentina. Manuel de Falla disfrutó de su estancia en la Huerta, donde sólo escuchaba a los pajarillos. Y de la encina, un árbol maravilloso, cargado de magia e historia. Su imagen forma parte del ArchivoManuel Falla y estas semanas atrás se ha podido observar en la exposición 'Tiempo y armonía. Cien años de Manuel de Falla en Granada', que ha permanecido abierta hasta el 14 de diciembre en la sala Zaida de la Fundación Caja Rural de Granada.
La encina de la Huerta Grande se plantó en los tiempos de los Reyes Católicos
La encina, la encina donde convergen las biografías de Manuel de Falla y Rafael Guillén, dos personalidades de la cultura española enraizadas con Granada, aún subsiste. El paso del tiempo ha hecho mella en ella. Ya no tiene ramas ni hojas. Sólo dos troncos de unos quince metros de altura que se mantienen erguidos gracias a unos postes. Pasó a propiedad del Ayuntamiento de la Zubia en los años ochenta, que la situó en medio de un gran parque. Un parque en cuya entrada se puede leer unos emocionantes versos escritos por Rafael Guillén, incluidos en el libro 'Ser un instante', donde rememora aquellos tiempos suyos en la Zubia. Dicen así. «De pronto, y no es posible porque el recuerdo en mí siempre ha corrido por delante, pero es así, regreso, tal vez para alcanzarlo y no buscando refugio sino para darle y en paz, regreso, digo, a la Zubia, rastrojo de mi segunda infancia, consumida viendo caer las bombas sobre los campanarios de Granada». Una líneas más adelante hace referencia a Huerta Grande y la encina.
Según José Vallejo, comisario de 'Tiempo y armonía' y uno de los mejores conocedores de la vida y obra de Falla, don Manuel estuvo en la Huerta Grande de la Zubia los meses de junio, julio y agosto de 1939, una vez finalizada ya la Guerra. Fue una deferencia de los Fernández Montes, dueños de esta finca que colindaba con la Huerta del Laurel –que fuera sede episcopal veraniega y que aún conserva, ya convertida en residencia de ancianos, importantes elementos patrimoniales como una estatua a de San Pedro Nolasco del convento de la Merced–. «La encina de la Huerta Grande, que se atisbaba perfectamente porque no había edificios alrededor, era una especie de señal distintiva del camino de la Zubia, un emblema respetado por todos los paisanos», explica José Vallejo.
Allí, alejado del mundanal ruido y del ambiente de represión que aún se respiraba en Granada después de la Guerra, Manuel de Falla encontró la tranquilidad suficiente para avanzar en 'Interpretaciones expresivas de polifonistas españoles', una obra para coro que remató estando ya en Argentina donde se aprecia la influencia de Felipe Pedrel, el musicólogo que por primera vez sintetiza una historia de la música española a principios del siglo XX. Falla mantuvo correspodencia con Pedrel hasta el mismo año de su muerte. 'Interpretaciones expresivas', que sigue la estela del 'Retablo de maese Pedro', ofrece una visión filtrada por el romanticismo con modulaciones del siglo XX. Manuel de Falla sí que finiquitó en la Huerta Grande la suite 'Homenajes' en la que rinde tributo a cuatro de sus grandes amigos, Arbós, Debussy, Dukas y Pedrell. La estrenó el 18 de noviembre de 1939 en el teatro Colón de Buenos Aires.
¿Cómo era la vida de Falla en la Huerta Grande? Don Manuel, dice José Vallejo, era amigo de pasear, aunque su primera preocupación era la higiene personal, una tarea a la que dedicaba buena parte de la mañana. En la Huerta respondía las cartas que le llegaban todos los días. Realizó alguna excursión al cortijo de Balzaín, donde había un hotelito diseñado por el arquitecto Ángel Casas. También al cortijo de Corvales, donde estaba el nacimiento de agua que antaño abastecía a los vecinos de la Zubia. Además hacía caminatas en la propia Huerta, rodeando la encina. Desde ahí había unas vistas privilegiadas de Granada, también del cerro Huenes y, más atrás, de Sierra Nevada y sus cumbres con neveros.
Falla, que ya tenía 63 años, halló un ambiente ideal para componer y para 'combatir' sus problemas de salud. Padecía jaquecas, iritis –inflamación de la conjuntiva– y mareos. Los médicos le recomendaron que no hiciera muchos viajes. Desde allí, desde su refugio en la Huerta Grande, inició prácticamente el último. Primero retornó a su carmen de la calle Antequeruela y en septiembre, hastiado por todo lo que había sucedido en España –nunca olvidaría el asesinato de Federico García Lorca y Leopoldo Matos–, tomó rumbo a Barcelona para partir, a bordo del Neptunia, hasta Buenos Aires, donde pasó sus últimos años de vida.
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