El caminante rojo
Relato de verano ·
Ariadna Ruiz Pérez
Martes, 20 de agosto 2019, 12:41
Ya venía el caminante de rojo. Rozando suavemente con sus pies las hojas y ramas del bosque, se deslizaba sobre la superficie sin alterar la ... velocidad del viento o el nivel de oxígeno que había en el lugar. Con las puntas desnudas de los pies, acariciaba todo cuanto encontraba a su paso: revivía las hojas muertas desde mediados de otoño, los animales tenían más crías y las flores se balanceaban en un romance eterno con las abejas.
Ya venía el caminante de rojo.
Se asomó entre los álamos y divisó nuestra aldea. Pasó algunas noches a la intemperie, sin cobijo alguno. Sabíamos a qué venía. Durante siglos, el caminante de rojo nos visitaba, y se llevaba a un habitante todos los años. Hoy, como cada año, era el día.
Ya venía el caminante de rojo.
Los habitantes más jóvenes trataban de escapar. Pero el caminante de rojo los traía de nuevo. Los pobladores más longevos, ya sabíamos lo que pasaba el nueve de diciembre cada año. Venía el caminante de rojo. Era impredecible. Un año se llevaba un bebé recién nacido; al siguiente, una anciana centenaria; al otro, un hombre de cuarenta años. Por ello, todos teníamos miedo.
Ya venía el caminante de rojo.
Durante el día, permanecía fertilizando los cultivos, arreglando las casas y alimentando al ganado; era una manera de ayudarnos a sobrellevar la próxima pérdida. Durante la noche, entraba a las casas y nos observaba durmiendo. Enlazaba su pensamiento con nuestros sueños, y nos absorbía lentamente, analizando cada recoveco de nuestra mente, hasta conocer nuestros deseos, ideales, amores, secretos...Y nuestro mayor miedo: el caminante de rojo.
Ya venía el caminante de rojo.
No se sabía de dónde provenía el caminante de rojo, ni qué era, ni qué quería, ni si hablaba nuestro idioma. No se sabía nada de él. Deslizándose sobre el bosque, su rostro quedaba cubierto por una gruesa capucha, que ningún tornado podía levantar.
Ya venía el caminante de rojo.
Un nueve de diciembre, el caminante exploró la mente de una muchacha: Amelia. Ella relató que dentro de su mente, el caminante de rojo manifestó su amor por ella. Durante el día, la ayudaba a bordar, a arrancar las malas hierbas y a cuidar el ganado. Durante la noche, la amaba mentalmente, le hacía caricias y le susurraba versos de amor al oído. Pasó diciembre, y el caminante de rojo seguía en el pueblo, prendado de Amelia. La amaba cepillando a los caballos. La amaba ayudando con el punto. La amaba plantando pimientos. La amaba tanto como para quedarse a vivir en el pueblo y dejar de raptar personas. Una noche, en la mente de Amelia, le mostró su deseo de permanecer junto a ella por siempre, en el pueblo, amándose. Amelia, locamente enamorada, respondió afirmativamente a la propuesta. Sus mejillas sonrosadas se ruborizaban únicamente con pensar en el desconocido rostro de su amado. Al día siguiente, en la plaza, el caminante de rojo anunció la propuesta y se destapó el rostro. Nadie vio nada. Una maraña de personas encapuchadas, una ráfaga roja, se abalanzó sobre el caminante enamorado. Desapareció. En el suelo solo quedaron los jirones rojos que lo cubrieron siempre.
Ya vino el caminante de rojo.
Amelia lloró desconsoladamente, se intentó cortar las venas, ahorcarse, tirarse de un precipicio, pegarse un tiro, darse un golpe en la nuca...intentó dejar de respirar. Pero una presencia la salvaba incansablemente de su muerte. Con el tiempo, Amelia aprendió a amar a la presencia, que ya no era visible. Era el caminante de rojo. Se introducía en su mente por las noches, y retozaban, hablaban y se amaban en lo secreto de la mente. Algunas veces, Amelia me contó que la llevó a un sitio maravilloso, que se encontraba en algún recoveco escondido entre las inexistentes fronteras del pensamiento. Era un prado, cuyo suelo estaba cubierto por diminutas flores amarillas. Alrededor de las flores amarillas, unas espléndidas flores violetas se erguían, resaltando la hermosura del lugar. Allí, recostados sobre las mullidas florecillas. Miraron las nubes ondear al viento, que formaba pequeños remolinos a su alrededor. Allí, la amada del caminante rojo abandonó su cuerpo, y se volvió presencia. Amelia nunca murió, cuando encontraron su cuerpo inerte, su alma rozaba los bosques junto al caminante amado.
Ya se fue el caminante rojo.
Yo soy de la estirpe de Amelia. Por ello cuento sin descanso su historia. Todos en el pueblo, esperan, insaciables, el día en que Amelia y su amado vuelvan a visitarnos.
Ya venía el caminante de rojo.
Ese año, no se llevaron a nadie del pueblo. Este año, el caminante se llevará a dos personas.
Este diez de diciembre, no hemos notado la presencia de Amelia y el caminante de rojo.
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