El buen paño
Relatos de verano ·
MANUELA PADIAL SÁNCHEZ
Lunes, 20 de agosto 2018, 00:19
En Granada noviembre es el tiempo de la soledad. Su luz asustada y temblorosa, el aire desnudo, la lluvia sin identificar nos obligan a protegernos ... para sobrevivir un día más. Desde niña, Rosalía, siempre se había sentido amenazada, insegura, vergonzosa, tímida, apocada. Su madre nunca se cansaba de repetirle:
-Hija mía, nunca te fíes de nadie que hay mucho malo.
Su cincuenta cumpleaños, celebrado en La Bernina con sus amigas de siempre, había sido el más triste de su vida. Laura no había parado de reír y de contar chistes. Para ella todo era muy fácil. Carlos además de guapo e inteligente, ganaba mucho dinero, era cariñoso y se bebía los vientos por ella, quizás porque cada día estaba más joven y guapa. Trini no había parado de hablarles de su viaje a Tailandia, Gloria de los encantos de su nuevo amor y Rebeca de los sofocos, cambios de humor, insomnio y dolores de rodillas desde que se quedó sin regla. Ella como un pasmarote, sin decir ni pío, esperando a que alguna descubriera que había adelgazado y que el corte de pelo y las mechas le aportaban más luz y alegría a sus ojos. Todo inútil. Gloria fue la única que comentó:
-Rosa, te encuentro cambiada. ¿Estás enamorada? -a Laura le faltó tiempo para intervenir:
-¿Rosalía enamorada? ¡Qué disparate! No dispone de tiempo para esas tonterías. Tiene que cuidar de su madre.
Estuvo a punto de soltarle que si se había casado con Carlos era porque ella había querido. Bueno, ella no, su madre.
-Hija no te fíes de ese chico. Es demasiado presumido. Seguro que viene a reírse de ti. Cuidado con lo que haces. El buen paño en el arca se vende.
Al recordar lo vivido, se dio cuenta de que sus amigas y la ciudad la ignoraban, pasaban de ella, la despreciaban, la rechazaban, simplemente era un fantasma deambulando bajo la lluvia anónima. Sus amigas no le había prestado atención a sus zapatos de trescientos euros que ahora le estaban destrozando los pies mientras avanzaba por la Gran Vía.
Para su madre ningún hombre era el adecuado. Después de Carlos apareció Sergio, alto y elegante como un ciprés; pero era policía y cualquier día un atracador le daba dos tiros y la dejaba viuda. Tampoco le pareció bien Roberto, mimoso y cálido como un gato; pero tenía un negocio de venta de vinos y ya se sabe que ningún negocio es seguro. Hoy lo tienes todo y mañana se lo lleva el banco. Además había tenido tres novias y ninguna le había parecido suficientemente buena para él.
Noviembre y su luz famélica se empeñaban en escarbar en su soledad. Los dos juntos eran una amenaza y un peligro contra los que no disponía de protección. La lluvia provocadora y descarada le salpicaba los zapatos que parecían obsesionados con triturarle los pies. Por culpa de los tacones le ardían las rodillas y en la cintura le habían clavado dos hierros candentes. Durante dos horas se había tragado estoicamente los comentarios de sus amigas al hablar de los encantos y problemas de sus hijos.
Cuando se acercaba a la calle Reyes sonó el teléfono. Abrió rápidamente el bolso por si era Luis que la llamaba para felicitarla; pero no, era su madre. Con mala gana le respondió:
-¿Qué quieres?
-Nada, que ha comenzado a llover y tú estás en la calle. Procura no mojarte. Si coges un resfriado te durará todo el invierno.
-Mamá tengo cincuenta años.
Cortó el teléfono y le dieron ganas de estrellarlo en la acera. Estaba harta de su madre, sus preocupaciones y su control. Gracias a ellas nunca había tomado una decisión por su cuenta y ahora con cincuenta años, caminaba sola protegiéndose de la lluvia con el paraguas; pero para la soledad y el deterioro físico aún no se había inventado ningún remedio.
Al llegar a Cortefiel se quedó mirando los maniquíes del escaparate, distinguidos, formales, fríos, indiferentes, distantes del amor y las preocupaciones, seguros en la pecera del escaparate. Se parecían mucho a ella cuando era joven, protegida del amor y sus borrascas bajo el ala materna. Iba y venía guapa y elegante del banco a su casa, siempre a la última moda, porque podía gastarse su sueldo íntegro en ropa y cuidados para evitar los estragos del tiempo. Desde que se le retiró la regla, luchar contra la grasa era una tarea titánica, por cualquier contrariedad comenzaba a llorar, era la mujer más desgraciada del mundo y en el banco había pasado a un segundo plano por culpa del descaro y la forma provocativa de vestir de la nueva cajera. Ahora llovía con más intensidad y sentía que hasta el otoño conspiraba contra ella.
Al llegar a Puerta Real volvió a sonar el teléfono. Al comprobar que se trataba de su madre se limitó a decir:
-Sí mamá ya sé que está lloviendo mucho -y se echó a llorar.
Con un gesto de rabia cerró el paraguas y lo dejó en una papelera. La lluvia comenzó a estropearle el peinado que se había hecho para deslumbrar a sus amigas. El dolor de los pies no cesaba. Se quitó un zapato e intentó partirle el tacón, al ver que era imposible, se quito el otro y los dejó en la acera. Al bajar por la Carrera llovía sin piedad, el agua le escurría por la frente y las mejillas confundiéndose con sus lágrimas. Aceleró el paso y se dirigió hacia el Genil. Con el cierre de las compuertas había una charca profunda y ella no sabía nadar. A pesar de caminar descalza y empapada no sentía frío. Por primera vez en su vida estaba haciendo lo que le daba la gana. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Se acercó a la barandilla de hierro y se quedó mirando al agua mientras sonreía.
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