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El productor Harvey Weinstein, que acumula ya cientos de denuncias de mujeres, charla con Sharon Stone. J. P. pelissier
"Hay muchos hombres que ignoran que algunos comentarios o chistes atentan contra la dignidad de la mujer"

"Hay muchos hombres que ignoran que algunos comentarios o chistes atentan contra la dignidad de la mujer"

El 'caso Weinstein' lo ha destapado las cloacas del abuso sobre la mujer en el mundo laboral. «Sabíamos que ocurre, lo relevante es que se ha empezado a denunciar. Así se rompen los tabúes»

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Lunes, 4 de diciembre 2017, 01:10

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El acoso sexual ha resquebrajado el huevo de serpiente del tabú. El detonante de la eclosión se produjo el pasado 5 de octubre, cuand o 'The New York Times' publicó que el todopoderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein se había dedicado a abusar sexualmente de secretarias, actrices y divas del cine, y que había llegado a acuerdos económicos con al menos ocho de ellas para enterrar la vergüenza de sus sórdidas fechorías. En los días siguientes, decenas de mujeres salieron a la luz para denunciarle. Algunas, de violación. Hoy, casi dos meses después de que el escándalo estallara, sus víctimas siguen emergiendo, incluso a este lado del charco, y la onda expansiva de la detonación ha traspasado fronteras, geográficas y profesionales, para arrojar luz sobre una práctica a menudo velada y tolerada: la lacra sistémica del abuso sobre las mujeres en el mundo laboral.

El llamado 'efecto Weinstein' lleva desenmascarados ya más de medio centenar de cineastas, políticos, empresarios, deportistas, fotógrafos, raperos como Puff Daddy y periodistas estadounidenses y europeos, muchos de los cuales se creían intocable s en el balcón de su prestigio y de su aparente honorabilidad. El penúltimo en caer al vacío desde la omnipotencia que confiere un sueldo de 20 millones anuales ha sido el presentador estrella de la NBC Matt Lauer. El que parecía un intachable esposo, padre y periodista tenía instalado en su despacho un botón que accionaba cuando la presa cruzaba el umbral de su jaula para blindarla y dejarla sin escapatoria. El último es por ahora Russell Simmons, cofundador de la discográfica Deaf Jam, que el jueves anunció su retirada profesional tras ser acusado por Jenny Lumet, hija del director de cine Sidney Lumet, de haberla violado cuando tenía 21 años.

Amparados en la complicidad de su entorno -Quentin Tarantino ha admitido que «sabía lo suficiente» de la actividad depredadora de Wenstein y calló- y en la sensación de impunidad que confiere el poder, varios altos cargos políticos de todo pelaje ideológico se han visto también salpicados por su conducta abusiva y degradante hacia las mujeres. Siete de ellas han levantado el índice contra el expresidente George Bush por manosearles las nalgas sin su consentimiento. Una de esas denuncias corresponde a su etapa al frente de la Casa Blanca. Quien la ocupa hoy se dejó grabar hace una década proclamando a cámara que «cuando tienes éxito, puedes agarrar a las mujeres del coño», lo que no ha entorpecido lo más mínimo su carrera hacia el Despacho Oval.

A este lado del Atlántico, los británicos también toman últimamente escándalos sexuales para desayunar. Los más sonados, los del titular de Defensa, sir Michael Fallon, y el 'número dos' y leal colaborador de la primera ministra Theresa May, Damian Green. Este último se encuentra ahora bajo investigación por tocamientos y pornografía digital.

Pero la mancha de aceite de los abusos se expande por las rendijas de todas las cloacas. No sólo las de las élites. Antes del 'caso Weinstein', varias denuncias de acoso en el seno de la empresa de transporte privado Uber llevaron a la dimisión de dos directivos y, en Silicon Valley, una oleada de protestas ha puesto de manifiesto que esta peste, lejos de limitarse a un par de compañías, es un fenómeno endémico en la industria tecnológica más puntera, dominada también por hombres. De forma más reciente, 23 diplomáticas en ejercicio, funcionarias y personal de servicio de la seguridad nacional de Estados Unidos han hecho pública una carta en la que revelan haber sido víctimas de algún asalto sexual y exigen medidas implacables contra esta práctica.

Entretanto, decenas de miles de mujeres de todo el mundo han llenado las redes sociales de relatos de los abusos sexuales que han sufrido en sus propias carnes. Lo han hecho bajo la etiqueta #MeToo (Yo también), un movimiento que nació en realidad hace una década y gracias al cual muchas han encontrado el valor para hablar. Pero sus penosos testimonios no parecen encontrar la complicidad necesaria en los hombres decentes para poner coto a los abusos. En el debate monográfico que la Eurocámara celebró hace poco más de un mes para tratar el acoso sexual, solo cinco parlamentarios varones ocuparon sus escaños. Ellas y el quinteto de parlamentarios concluyeron la sesión reclamando que se actúe contra el «secreto a voces» del acoso.

En España, apenas un puñado de actrices ha admitido haber padecido esta violencia. Entre ellas, eso sí, pesos pesados como Aitana Sánchez Gijón o Belén Rueda, que ha contado cómo, durante su primera etapa televisiva, un directivo le dijo que no era «el prototipo de mujer para esta cadena; necesitamos chicas que pongan cachondos a los camioneros».

«Clima social favorable»

Desde su despacho de la Complutense -universidad que, por cierto, adoptó hace un año un protocolo contra el acoso que ya ha tenido que utilizar-, el experto en psicología social y del trabajo Miguel García Sáiz contempla el tsunami desatado tras el terremoto en Hollywood con interés y sin suspicacias. «Si somos honestos, no nos pilla de sorpresa que nos digan que esto ocurre. Sabemos que hay acoso sexual tanto en las altas esferas como en oficinas con cuatro empleados. Lo relevante es que mujeres con nombre y apellido salgan a denunciarlo. Muchan han comprobado que no son las únicas y eso ha generado un efecto dominó. Así es como se rompen los tabúes. El requisito previo es que se genere un clima social favorable a aceptar que se diga en alto. Y es que se juegan cosas importantes, se arriesgan a que les echen la culpa, les reprochen que aceptaran tal o cual cosa o, incluso, a que les pregunten 'por qué ahora'». Aún así, el experto, colaborador del Consejo General de la Psicología de España, no da la batalla por ganada. «Todavía somos muy tolerantes con el acoso. Le recuerdo que hasta hace nada la violencia sexista se aceptaba con bastante normalidad. Hablábamos de crímenes pasionales».

Ir un paso más allá y denunciarlo en un juzgado constituye siempre una heroicidad. La querella implica enfrentarse a interrogatorios duros y renunciar al puesto de trabajo y, en función de la capacidad de influencia del acosador, a toda una carrera profesional. Lo sabe bien Marta Pellón, titular del bufete de abogados Palladino Pellón Asociados. «Si en todos los delitos hay más casos de los que se denuncian, el acoso es uno de los que se llevan la palma». Los asaltos suelen ocurrir en privado, con lo que no hay testigos. Si los hay, no quieren declarar contra el presunto acosador, al que la letrada y criminóloga retrata como una «personalidad narcisista, obsesiva, fría, con dificultades para desenvolverse social y emocionalmente, y que cree que goza de impunidad».

Desde el área de Mujeres e Igualdad de CC OO, donde la pelea contra este tipo de violencia se libra desde hace décadas, la secretaria confederal, Elena Blasco, reconoce que, pese a la traca mediática, el acoso aún está muy implantado en nuestra sociedad. «De hecho, hay muchos hombres que ignoran que determinados comentarios, comportamientos obscenos o chistes groseros atentan contra la dignidad de la mujer y son una forma de acoso. Es típico que te digan en la oficina tal o cual cosa sobre tus tacones, tu pintalabios o cómo te sienta la falda. Al revés no ocurre. Lo que hay que valorar es el talento y la profesionalidad, no nuestra imagen».

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