Edición

Borrar
Una ilusión loca

Una ilusión loca

Las matemáticas aconsejan no participar en un juego tan injusto como es el sorteo de Navidad, pero en estas fechas no escuchamos a la razón. Solo un 5% de los apostantes ganará algo, un 10% se quedará como estaba gracias a los reintegros y el 85% será más pobre. ¿El verdadero ganador del Gordo? Hacienda, que somos todos

Inés Gallastegui

Lunes, 18 de diciembre 2017, 00:14

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Cada 22 de diciembre, la ilusión le mete un gol por toda la escuadra a la razón. La magia pisotea a la ciencia. Tres de cada cuatro españoles se han gastado una media de 45 euros con la esperanza de hacerse ricos, riquísimos, pero cuando el próximo viernes un niño de San Ildefonso saque la última bola premiada, el 85% de los apostantes será un poco más pobre que la víspera. Da igual cuánto  les haya costado conseguir ese número, porque tiene las mismas posibilidades que cualquier otro de ser el Gordo: una entre 100.000. «El ser humano no juega con su parte cognitiva, sino con su parte emocional», advierte el psicólogo Javier Garcés.

«La lotería es el impuesto del Estado a nuestro desconocimiento de las Matemáticas», recuerdan los profesores Margarita Pastor y José Antonio Moler en su página divulgativa Estadística para Todos. Según sus cálculos, la probabilidad de ganar el premio navideño es minúscula, pero algo mayor que en otros sorteos: en la lotería de los jueves es de una entre 600.000; en la Primitiva, la Bonoloto y la Quiniela, cerca de una entre 14 millones; y en el Euromillones, una ínfima posibilidad entre 117 millones de acertar la combinación de 5 bolas y 2 estrellas. Solo el sorteo del Niño reparte más suerte.

De todos los sucesos improbables que a uno pueden ocurrirle, que le toque la lotería es de los más raros. Es mucho más fácil morir en un accidente aéreo (una probabilidad entre 9.800) o electrocutado (1/15.000) y solo un poco menos que fallecer por el ataque de un perro (1/112.000) o fulminado por un rayo (1/160.000), según el Consejo Nacional de Seguridad de EEUU.

Lo atestigua Miguel Córdoba, profesor de Matemática Aplicada en la Universidad San Pablo CEU. El viernes, solo un 5% de los décimos coincidirá con alguno de los primeros premios, aproximaciones o pedreas y el 10% se llevará el reintegro. El resto perderá su inversión y dirá que lo importante es la salud.

«Es un dinero muy repartido porque Hacienda somos todos», señala Córdoba con retranca. El Estado se queda, de entrada, con el 30% del importe de la venta (1.020 millones, si se vendiera toda la emisión), más el 20% de todos los premios superiores a 2.500 euros. La observación del matemático no es gratuita: el Sorteo de Navidad se creó en 1812 como una «rifa patriótica» para socorrer las maltrechas arcas públicas en plena Guerra de la Independencia, recuerda Roberto Garvía, profesor de Ciencias Sociales en la Universidad Carlos III. La parafernalia creada con los años a su alrededor lo convierte en un fenómeno paradójico, algo así como descorchar cava y abrazar a desconocidos para festejar el pago del IVA.

Entonces, ¿por qué jugamos? En estas fechas, poner en un rectángulo de papel nuestra esperanza de una vida mejor tiene un fuerte componente social: se comparten números con la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los miembros de asociaciones y clubes o las tiendas y bares del barrio. «Jugamos más porque jugamos en compañía, a través de las participaciones», resalta Garvía, estudioso de las loterías.

«Si fuésemos ordenadores, no apostaríamos, porque las posibilidades de perder son mucho mayores que las de ganar. A nivel racional es absurdo. Pero la gente juega por otras cosas: tradición, ilusión, miedo a rechazar un número y que les toque a los demás… Son intangibles», explica Garcés, presidente de la Asociación de Estudios Psicológicos y Sociales. Prueba de ello, explica este investigador de los comportamientos de los consumidores, es que la publicidad no alude a las características o novedades del sorteo ni a su superioridad sobre productos rivales –no los hay–, sino que apela al espíritu navideño con historias de amor y amistad para que compremos más. Y antes. Hay que recordar que en España, antes de que copiáramos el calendario anglosajón y estas entrañables fechas irrumpieran en pleno noviembre, el sorteo era el arranque oficial de las fiestas.

Números ‘feos’ y ‘bonitos’

La aleatoriedad, señala Garcés, es un fenómeno que al cerebro humano le cuesta entender: sabemos que todos los números tienen las mismas opciones de premio –todas las bolas están en el bombo–, pero muchos invierten tiempo y esfuerzo en comprar un décimo con una cifra concreta –su cumpleaños o el famoso 155– o en una administración ‘afortunada’. La supuesta capacidad de las ya míticas Doña Manolita de Madrid o La Bruja de Oro de Sort para atraer a los hados es puro marketing: si estas oficinas acaparan más premios es porque su volumen de ventas es enorme y ofrecen pocas series de muchos números para aumentar sus posibilidades.

El hecho de que el Gordo haya terminado 32 ocasiones en 5 y solo 8 en 1 no significa que el primero sea un guarismo afortunado y el segundo, un gafe. Ambos tienen las mismas ocasiones de salir: un 10%. Lo que pasa es que solo llevamos 207 sorteos; otra cosa sería si llegáramos a 5.000. Es el azar, subraya el matemático. Si lanzamos una moneda al aire diez veces, es posible que nos salga cara ocho veces y cruz, solo dos. Pero si la tiramos mil veces, ambos eventos tenderían a igualarse, y quizá obtuviéramos un resultado 502 veces y el otro, 498.

«Una vez comenté en televisión que pasar un décimo por el manto de una virgen no mejoraba sus posibilidades y el dueño del décimo se ofendió muchísimo», recuerda, jocoso, el profesor Córdoba. Pero tenía razón: el azar no distingue los números ‘feos’ de los ‘bonitos’, y el 00001 tiene exactamente las mismas oportunidades que el 66.513. Da igual que resultara afortunado en 2016: «Cada año se empieza de nuevo: hay 100.000 bolas y puede salir cualquiera».

Porque el año que viene, que nadie lo dude, depositaremos de nuevo nuestra fe en el bombo y volveremos a perder. El dinero, no la fe. Ya lo decía Castelar en el XIX: «Hay españoles que no creen en Dios, pero ninguno que no crea en la lotería». Hasta los matemáticos se juegan algo.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios