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El hombre que celebró su funeral la noche antes de morir

El hombre que celebró su funeral la noche antes de morir

No faltaron la música celta, bebidas en abundancia y su comida favorita: pollo a la parrilla con salsa

IRMA CUESTA

Martes, 30 de mayo 2017, 10:37

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Tres días antes de su muerte programada, John Shields permanecía tendido en la cama de un hospital de la región canadiense de Columbia Británica dándole vueltas a una idea: organizaría un típico funeral irlandés en el que no faltaría música ni bebida, y en la que él el muerto, pero sin serlo todavía se daría un último homenaje. La fiesta se celebraría en uno de sus restaurantes favoritos y allí compartiría con sus amigos su última cena: muslo de pollo a la parrilla con salsa. El mismo menú que durante años, cuando era un joven clérigo católico, había disfrutado muchos viernes por la noche. Acabada la cena, su familia le llevaría a casa y, a la mañana siguiente, moriría en el jardín. Antes de enfermar, a John le gustaba sentarse en su vieja silla al aire libre y meditar viendo a las águilas reales cruzar el cielo, así que, ¿qué mejor lugar para despedirse?

La historia de este canadiense, publicada hace unos días en el The New York Times, terminó de una forma muy parecida a como él deseaba, gracias a la reciente legalización en su país de la eutanasia para aquellos que sufren males incurables y muy dolorosos.

A él se le torcieron las cosas el día que, hace ya más de un año, su médico y amiga Stefanie Green le dijo que padecía una enfermedad llamada amiloidosis; un mal extraño e irreversible que hace que unas proteínas anormales, llamadas amiloides, se acumulen en algunos órganos y terminen dejándolos inutilizados, provocando una agonía insoportable. Tras meses de deterioro, este hombre de 78 años que había dedicado buena parte de su vida a luchar por los derechos civiles, a trabajar por el bienestar de los niños con dificultades y a salvar decenas de hectáreas de bosque convirtiéndolas en terreno protegido, encontró un insospechado consuelo en su plan de acabar sus días junto a su familia y amigos de manera placentera.

Tomar la decisión parecía el paso más difícil, pero las cosas no resultaron tan sencillas como había imaginado. El proyecto de John preocupaba especialmente a su mujer, Robin, porque su marido no había sido capaz de levantarse de la cama desde que había llegado del hospital 17 días antes. En poco más de dos semanas su cuerpo había encogido y su voz se había casi apagado. La realidad era que no podrían celebrar la fiesta en el restaurante porque él no sería capaz de llegar hasta allí.

Por suerte, la doctora Green estaba dispuesta a echar una mano. Para entonces ya había ayudado a morir a 35 personas y sabía mejor que nadie que cada cual quiere hacerlo a su modo. Green contó al The New York Times que la mayor parte de sus pacientes se encontraban demasiado enfermos para inventar rituales complicados, y que lo habitual era escoger el ambiente, las personas invitadas, las lecturas y la música como si, en lugar de una despedida definitiva, estuvieran planeando una boda. Recordaba a uno que se marchó al otro mundo vestido con su traje de payaso aficionado, peluca y nariz roja incluidas, y haciendo bromas hasta el final.

Un plan absolutamente genial

Como la movilidad de John era nula, la doctora se sentó junto a su paciente la tarde del 22 de marzo y le hizo una propuesta: volvería al hospital y, al día siguiente, antes de la última noche que pasaría en el mundo de los vivos, celebrarían en el solarium del sanatorio una gran fiesta en la que que no faltarían la música ni los muslos de pollo a la parrilla aliñados con la salsa de su restaurante favorito. A la mañana siguiente, moriría en su habitación del hospital y su mujer y su hijastra llevarían su cuerpo a casa y lo tenderían durante dos días en el jardín que tanto amaba. Al señor Shields el plan le pareció «absolutamente genial».

Esa misma mañana, Robin Shields envió a todos sus familiares y amigos un email titulado Fiesta de despedida de John y a las seis de la tarde del día siguiente el solarium del hospital se había convertido en una sala de fiestas: las sábanas de un verde pálido sirvieron de manteles, se decoraron las mesas con ramos de margaritas y narcisos, y se colocaron carteles con algunas de las citas favoritas del señor Shields escritas con tinta de colores. Un piano electrónico y una barra de bar bien surtida completaban la escena. A las seis y doce minutos John entró en la sala en su cama arrastrada por dos enfermeras con guantes de latex. «¿De verdad creéis que solo voy a tomar una porción?», dijo cuando le pasaron su plato de pollo.

Al terminar la cena, la encargada de oficiar la ceremonia inició el funeral. Luego, uno a uno, los asistentes fueron bendiciendo a John. Después brindaron con whisky irlandés para deshacer el nudo en las gargantas y que pudieran cantar las baladas tradicionales que habían acompañado a sus padres durante la travesía que les alejó de su patria y les llevó al lugar en el que fundarían una nueva familia.

De esta forma se despidió de todos. Al día siguiente, la habitación de John amaneció decorada con ramas y flores de su jardín e imágenes de los pájaros que solía ver pasar sentado en su hamaca. Enseguida la doctora Green se sentó junto a él. Mientras introducía la aguja en el catéter con la dosis mortal, el señor Shields canturreaba una estrofa de un viejo tema de George Gershwin (Who could ask for anything more?..). Así, hasta que se marchó.

Tres días de fiesta para despedirse

Antes, los funerales irlandeses duraban tres días en los que se velaba al muerto sin pausa ni descanso brindando con cerveza y whisky, tocando y escuchando música, bailando, fumando, recordando anécdotas y, en ocasiones, jugando a las cartas. Aquellos encuentros eran la excusa perfecta para burlar la normativa que les prohibía reunirse cuando estaban sometidos a la autoridad británica. Hoy en día, aunque en las aldeas siguen desarrollándose con parecido guion, ya no son tan largos. Pero siguen siendo muy animados.

Un funeral irlandés, donde música y bebida no pueden faltar.

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