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FBI, el poder oscuro de América

FBI, el poder oscuro de América

Con el cese del director Comey, Trump intenta doblegar a la institución que ha controlado la Casa Blanca durante un siglo con su capacidad para investigar los secret os de cada presidente

mercedes gallego

Martes, 16 de mayo 2017, 01:51

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Ernest Hemingway y Donald Trump tenían algo en común: los dos se sentían perseguidos por el FBI. Sólo que mientras el escritor enamorado de España se pegó un tiro en plena noche, Trump fulminó a su director sin darle ni un aviso de cortesía. Sin saberlo, al tumbar a esa torre de dos metros que es James Comey acababa de convertirse en héroe del subconsciente americano, perseguido desde los tiempos de J. Edgard Hoover por esa siniestra organización que atemorizó a intelectuales y presidentes, sin dejar de inquietar a cada mortal de la calle con una paranoia general.

Prueba de que en la mente de los estadounidenses Los Intocables no se limitaban a los hombres de Eliot Ness es que una de las preguntas más buscada en Google ese día era «¿Puede el presidente despedir al director del FBI?». Y tanto. Aunque ni Truman, ni Kennedy, ni Nixon pudieron darse ese lujo, por mucho que les hubiera gustado. «No despides a Dios», llegó a decir Kennedy.

Dios era Hoover. El hombre que en 1935 tomó el cargo de una pequeña agencia dedicada a perseguir falsificaciones y la convirtió «en la Gestapo americana», como le acusó Truman, uno de los ocho presidentes a los que sirvió. Hoover ya trabajaba en el entonces llamado Buró de Investigaciones del Departamento de Justicia dedicado a «desmantelar radicales domésticos», cuando el presidente Calvin Coolidge le puso al frente de los 650 empleados de la agencia. Hoy 35.000 personas trabajan para el FBI, entre traductores, analistas de inteligencia, científicos y, por supuesto, sus casi 14.000 agentes especiales. Y todo el proceso de admisión empieza con lo que parece un inocente test psicológico: «¿Cómo te preparabas habitualmente para un examen final? A/. Estudiaba unas horas cada noche durante varias semanas; B/. Estudiaba muchas horas durante varios días; C/. Estudiaba toda la noche antes del examen; D/. No estudiaba».

Puede que esa pregunta no inquiete a muchos candidatos, pero se estremecerán cuando contesten la de «¿Cuántas veces se te pasaba la fecha para devolver un libro en la biblioteca?». En los tiempos de Hoover, que dirigió el Buró durante casi medio siglo, los agentes espiaban qué libros sacaba cada quien de la biblioteca en busca de comunistas, anarquistas o subversivos como Martin Luther King o los opositores de Vietnam.

«Corre, nos están siguiendo», apremiaba Hemingway a su amigo A.E. Hotchner cuando le recogió en una estación de Idaho. «¿Quién?», le preguntó éste sorprendido. «Los federales. Son un maldito infierno. Lo tienen todo pinchado, por eso estoy usando el coche de Duke. No puedo usar el teléfono. Han interceptado el correo. Están auditando mis cuentas. ¡Párate a la derecha y apaga las luces!».

Chantajes y líos de faldas

Puede que Hemingway sufriera de depresión y paranoia, pero no era el único al que se le había agrandado la amígdala. Los archivos secretos de Hoover quitaban el sueño a presidentes y congresistas. Sus agentes sabían cuánto valoraba la información jugosa y no dejaban de mandarle una nota cuando se tropezaban con algo. «La otra noche supimos de un conductor ebrio que se dio a la fuga después de darle a un coche. Llevaba al lado a una tía buenísima que no era su mujer», decía uno de los memorandums que cita Ronald Kessler en su libro The FBI. «Recogimos la información, se la hicimos saber al senador y desde entonces no hemos tenido ningún problema con él en las votaciones de presupuestos para el Departamento (de Justicia)».

Su asistente Cartha DeLoach disputaba el mito asegurando que nadie ha probado nunca que Hoover chantajease a ningún político, pero es que el director del FBI era exquisito a la hora de hacer saber a los interesados que tenía información que podía perjudicarles. Una llamada «de cortesía» para informarles de que habían detenido a una prostituta que decía «haber tenido un coito en el sofá de un senador esa tarde». O una conversación casual con Robert F. Kennedy sobre los rumores que circulaban de que su hermano se había casado en secreto con otra mujer antes que con Jacqueline Kennedy, como escribió en sus notas el 22 de noviembre de 1961. «El fiscal general me lo agradeció. Le dije que sólo quería alertarle para que esté atento a este tema».

Lyndon Johnson, con quien Hoover compartía whiskys y barbacoas, le utilizó, a su pesar, para espiar a los miembros del Ku Klus Klan y pasar así legislación sobre los derechos civiles que le ayudó a ganar las elecciones. Pero cuando Nixon intentó que le ayudase a espiar al Partido Demócrata se negó y el presidente tuvo que contratar a ex agentes del FBI, que hicieron la chapuza del Watergate. Las grabaciones de Nixon en la Casa Blanca prueban que quiso despedirle, pero temía que filtrase información sobre él. «Me echará encima un templo», protestó. Ya durante la campaña el director del FBIse había encargado de decirle que un agente suyo en Hong Kong le había escrito diciéndole que una china decía haber mantenido relaciones con él. «Sé que no hay nada de cierto en ello, nunca se lo mencionaré a nadie», decía inquietante, repitiendo su frase favorita.

Poco después Hoover falleció en su cama a los 77 años de un ataque al corazón y Nixon se cavó su tumba política al despedir al fiscal especial que le investigaba por el Watergate. En 2005 se sabría que Garganta Profunda, la fuente que filtró el caso a dos periodistas del Washington Post, era Mark Felt, el segundo del FBI en un momento en el que el Buró luchaba por su independencia con el Gobierno de Nixon. Fue la única vez que el jefe de gabinete de la Casa Blanca llamó al FBI para ordenarle que aparcase una investigación. «No», contestó tajante el supervisor Dan Bledsoe. «¿Sabe usted que le está diciendo no al presidente de EE UU?», le preguntó desafiante John Ehrlichman. «Sí».

Comey, «engreído y fanfarrón»

Con algo así se habría encontrado Trump de haber intentado frenar la investigación que dirigía Comey sobre los lazos de su campaña con el Gobierno ruso para intervenir en las elecciones. Tras la muerte de Hoover, y una vez que su fiel secretaria Helen Gandy destruyó los archivos con los que manipuló al poder, el Congreso aprobó una legislación que limitó el mandado del director del FBI a diez años y puso límites ahora tan básicos como obligarle a requerir órdenes judiciales para intervenir teléfonos o registrar casas. Nada de eso impidió que la infinita capacidad de investigación de estos sabuesos pusiera en jaque a varios presidentes, al rastrear las operaciones encubiertas de Reagan con Irán para financiar a la contra nicaragüense o el ADN del vestido azul con que se demostraron las relaciones sexuales de Bill Clinton con Monica Lewinski.

En la era post Hoover cinco directores del FBI han cultivado la imagen de rectitud que ahora se precia de servir al país sin los abusos de poder que llegaron hasta William Sessions, hasta el miércoles el único director despedido. Bill Clinton quiso hacerlo con elegancia, dándole un año para que se retirase con dignidad, pero la auditoría que reveló la apropiación indebida de fondos públicos y el uso privado que le daba su mujer al avión oficial era demasiado demoledora como para encubrir el despido.

Robert Mueller se plantó ante George W. Bush y le amenazó con dimitir si no limitaba el programa de escuchas sin órdenes judiciales que puso en marcha tras los atentados del 11-S. «Si no lo hacemos morirá gente», le intentó convencer el presidente. A su lado estaba Comey, entonces adjunto del fiscal general John Aschcroft, al que visitó en el hospital para evitar que firmase la orden del presidente. «Hace falta más que una aguda mente legal para decir no cuando más importa», diría después, lapidario.

Desde que Comey se obcecó en investigar los lazos de su campaña con Rusia, Tump saltaba del asiento cada vez que lo veía en televisión. Le consideraba «un engreído y un fanfarrón». Sabía lo que le respondería si intentaba presionarle y no quiso arriesgarse. «Ha estado alargando una investigación que en mi opinión tnía que haberse acabado hace mucho, porque sólo es una excusa (de los demócratas para justificar la derrota electoral)», dijo el presidente a la NBC. La misma cadena en la que batió récords de audiencia con su famoso «You are fired!» (¡Estás despedido!). Falta por ver si con su decisión desatará la venganza del espíritu de Hoover o doblegará para siempre a la institución que ha mantenido en jaque al poder durante casi un siglo.

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