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Una equilibrista practica uno de sus números.
La vida en la cuerda floja

La vida en la cuerda floja

Ismael trabajó de informático y Paco era cocinero, pero el circo les atrapó. Son dos de los 44 alumnos de la escuela de Donald, un clown de Nueva York que lleva 18 años formando artistas en Madrid

Antonio Paniagua

Domingo, 26 de marzo 2017, 00:23

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Sonia Zantedeschi, italiana de 26 años, tiene las palmas de las manos encallecidas y salpicadas de ampollas. Es el precio que tiene pagar por pasarse horas entrenando en el trapecio. Como Sonia, la israelí Stav Zelnimer, de 21, acaba todos los días con el cuerpo dolorido y atravesado por las agujetas como consecuencia de ensayar portes acrobáticos. Las dos son alumnas de la escuela de circo Carampa, que lleva impartiendo cursos de este arte desde hace 18 años en la Casa de Campo (Madrid). «El circo vive un buen momento. Ahora el problema que vivimos es el lío a cuenta del empleo de animales. A mí me cuesta entenderlo. Se prohíbe el caballo, que es la base de la pista redonda, pero se permite en las plazas de toros, las paradas militares, la danza ecuestre y para machacar a manifestantes. ¿Por qué entonces solo se fijan en el circo», dice Donald B., clown, malabarista y director de Carampa.

El neoyorquino Donald era un artista callejero que llevaba una vida errabunda haciendo pantomimas y pasando luego la gorra. Un día partió de Londres y se encaminó a Marruecos para ir a la playa, pero su furgoneta se averió en España. Como en la península, en 1981, todavía no existían recambios de Volkswagen, tuvo que esperar mucho tiempo hasta que llegó la pieza. Entretanto conoció amigos, dio clases de malabares y aprendió trucos de magia. Decidió pasar «un rato» en el país, pero ya lleva 26 años en España. «Este es un arte marginal, sin garantías, sin trabajo fijo ni derechos de autor. Un ucraniano te puede copiar el número y hacerlo además mejor que tú», asegura Donald. «No obstante, si preguntas a la gente si volvería a dedicarse al circo en caso de vivir otra vez, todo el mundo, sin dudarlo, te dirá que sí».

La escuela Carampa, pionera en España en la enseñanza del oficio, adiestra a los alumnos en múltiples disciplinas: trapecio, cama elástica, saltos, malabares, clown, alambre y portes, entre otras. Todo ello se combina con asignaturas teóricas y prácticas, como danza, teatro, historia del circo, nociones de anatomía y nutrición, teoría del entrenamiento, técnicas de luz y sonido, vestuario y conocimientos económicos relacionados con todo lo que implica llevar un negocio.

El centro nació por iniciativa de la Asociación de Malabaristas de Madrid, que en 2011 ganó el Premio Nacional de Circo, concedido por el Ministerio de Cultura. En 1999 instaló una carpa en el albergue juvenil de la Casa de Campo. Los fundadores del proyecto no tienen muy buenas relaciones con los mandarines del circo tradicional. «Con esos gerifaltes no ha habido nunca buena sintonía. Piensan que lo que enseñamos no sirve para nada. Y todo porque procuramos presentar cualquier número en un formato de danza o teatro, darle cierto aire de arte escénico», apunta Javier Jiménez, director artístico de Carampa.

El espectáculo circense saborea las mieles del éxito. Aunque no goza del mimo ni la protección de las instituciones públicas, el número de adeptos no para de crecer y sigue atrayendo a sus filas a jóvenes deseosos de aprender sus secretos. «Es una de las artes escénicas más vanguardistas. El boom que ha supuesto el Circo del Sol ha demostrado que se puede hacer dinero con el circo. Lo malo es cuando ahora te contratan y te dicen: Quiero algo parecido al Circo del Sol. Nosotros carecemos de sus medios», subraya Jiménez.

Ismael Fernández, vallisoletano de 26 años, sostiene a su pareja en los portes acrobáticos, disciplina en la que un artista soporta a otro mientras el segundo hace piruetas y contorsiones. Ismael fue al principio fiel a la tradición familiar y trabajó como informático. Pero se apartó de los ordenadores en cuanto hizo un curso de malabarista en la escuela de circo de Valladolid. «Hay que estar muy compenetrado con tu compañera -en este caso su novia, Sonia-; es muy importante evitar las discusiones y no echar nunca la culpa al otro», explica.

Sin pánico al vacío

La vida del artista circense es corta, como lo es la del deportista de élite. Quien se ejercita en el trapecio o en el mástil chino tiene mucho de gimnasta, aunque sus evoluciones, por muy alambicadas y atléticas que sean, llevan siempre la impronta del artista. Como las grandes vedetes de los estadios deportivos, los oficiantes de la carpa arrastran un grueso historial de lesiones y magulladuras. Nadie se salva de ellas. Lo sospechoso es salir indemne del trance. Porque ello puede delatar el pánico al vacío, algo inexcusable en quien se gana el pan en las alturas. «No hay que tener miedo ni vértigo; además es muy importante saber caer», argumenta con su acento italiano Sonia, que antes de subir al trapecio se protege bien. «Nos ponemos fajas y coderas, porque la barra duele mucho. Pero al final te gusta tanto que el sufrimiento es lo de menos».

Estudiar en Carampa sale caro. Cada curso exige el desembolso de unos 3.900 euros, un precio que el propio Donald B. admite que es elevado. La onerosa matrícula es resultado del mantenimiento de una plantilla compuesta de ocho profesores fijos, del abono de treinta nóminas al mes y de la ausencia de ayudas oficiales. Sus docentes tienen una composición variopinta y acreditada. Así, la jefa de estudios, Helena Lario, fue juez olímpica de gimnasia. Hay un profesor nacido en la actual Crimea, Vasily Protsenko, un hombre polifacético que formó parte del plantel del Gran Circo Mundial. A su lado figura un director teatral, Emilio Goyanes, ganador de un premio Max. Los estudios que se imparten carecen de reconocimiento oficial. No obstante, Carampa imparte un curso en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid que se inscribe en el Grado de Artes Visuales y Danza.

Una caravana por vivienda

Con ese equipo docente, «los estudiantes salen con las herramientas suficientes para lanzarse en sus carreras», arguye Donald. Son alumnos (22 por cada uno de los dos cursos) de muy diversa procedencia, de bagaje cosmopolita, como corresponde a la gente del circo. Israel, Alemania, Italia, Suiza y Francia son algunos de los países de los que proviene la actual promoción. La mitad son españoles. «Nuestros alumnos son personas alternativas, porque trabajar en el circo es una elección vital que no es frecuente. ¿Es romántico vivir en una caravana? Depende de para quien», alega el director de la escuela.

Como Carampa, hay otras escuelas en España. Está la Rogelio Rivel en Barcelona; la Escuela de Teatro y Circo CAU de Granada, Circonove de Santiago de Compostela, la Escuela de Circo de Valladolid y la Escuela de Circo Diverso de Tres Cantos (Madrid), entre otras.

Paco García, valenciano de 22 años, descubrió su vocación cuando, siendo cocinero, un día empezó a lanzar los instrumentos de su oficio al aire y a recobrarlos con sus manos. «Me dije que no me importaría pasarme la vida haciendo malabares». Ahora es un loco de este arte que exige destreza, agilidad, concentración y mucho entrenamiento. «Ayer me pasé seis horas practicando», dice Paco, que, cuando termine de estudiar en Carampa, piensa completar su formación en alguna escuela superior de circo en Europa. Las más prestigiosas son las de París, Bruselas, Londres, Berlín (más orientada al cabaret) y Montreal.

Ninguno de los alumnos de Carampa tiene antecedentes familiares en el espectáculo del más difícil todavía. Algo de lo que se felicita el director, «porque el circo familiar pasa un periodo de estancamiento». «La carrera circense no se circunscribe a la pista. Nuestros alumnos dan cursos para empresas, dan charlas, participan en eventos publicitarios, se enrolan en pequeñas compañías, hacen trabajo en la calle, entran en compañías de danza», desliza.

Aquellos circos del tipo de Ángel Cristo huelen a naftalina. El arte circense se renueva y su alianza con otras expresiones artísticas busca suscitar el asombro, pero también la belleza.

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