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Campisábalos, en Guadalajara.
Donde se respira mejor

Donde se respira mejor

Campisábalos es el primer lugar de España y el tercero del mundo con mejor atmósfera, según la OMS

Antonio Paniagua

Sábado, 4 de febrero 2017, 00:56

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En Campisábalos (en plena Sierra Norte de Guadalajara) se puede respirar a pleno pulmón. Aquí los malos humos se ventilan sin litigios. En este pueblo donde en invierno apenas viven treinta habitantes corre el aire más limpio de toda España. Después de Munio (Finlandia) y Norman Wells (Canadá), Campisábalos es el tercer lugar del mundo con la atmósfera más pura. Así lo certifica la Organización Mundial de la Salud (OMS), que ha registrado niveles ínfimos de partículas finas en suspensión, las que afectan en mayor medida a las vías respiratorias. En concreto, los valores de PM10 y PM2.5 representan 6 y 5 micras por metro cúbico, respectivamente. La fama de Campisábalos se ha extendido más allá de las fronteras españolas. «Un día me encontré con un grupo de turistas japoneses que estaban dispuestos a comprar bolsas de aire», dice Antonio Simeón, un albañil oriundo del lugar.

Este pueblo que se enorgullece de la limpidez de su entorno se orea en las alturas, a 1.350 metros sobre el nivel de mar. La ausencia de industrias contaminantes y la pujanza del viento del noroeste hacen de este enclave un paraíso donde están vetadas las partículas de sulfatos, nitratos y carbón. «Los vientos procedentes de Madrid son muy débiles. Los que provienen de Soria, Segovia y León son los dominantes. Como el pueblo se encuentra en un lugar abierto, no hay obstáculos a la renovación del aire», asegura Pedro José María de Pablo, de 75 años, alcalde de Campisábalos. Como meteorólogo de profesión, De Pablo sabe bien el mérito que entraña retener el título del pueblo con mejor aire de España. «Hemos salido hasta en el periódico The Guardian, dice con orgullo el regidor, que atribuye la edad provecta de los moradores del municipio a la bonanza ambiental. «Mi madre tiene 101 años. No está para correr, pero se mueve», arguye el primer edil.

La brisa quiere a Campisábalos. Prueba de ello son los 47 molinos de viento que pespuntean el término municipal de este pueblo de Guadalajara, situado a 160 kilómetros de Madrid y que linda con las provincias de Soria y Segovia. Sólo por ver su iglesia románica, que data del siglo XII, y el hayedo de Tejera Negra, que se yergue en el macizo de Ayllón, merece una visita. Un hotel abierto hace unos años, donde se ubica un centro de interpretación de la comarca, alienta el turismo de fin de semana. Desde que se conocen los virtuosos aires que rondan en la comarca algunos curiosos se han interesado por este lugar tomado por la quietud y el silencio.

Aunque aletargado por una población menguante, Campisábalos no es un pueblo carcomido por el olvido. «El 90% de las casas están arregladas. La gente viene aquí los fines de semana y en vacaciones», aduce Reginio Yagüe, teniente de alcalde.

Con su propia estación

¿Por qué Campisábalos sobresale por delante de los pueblos vecinos por la pureza de su aire? Simplemente porque allí se encuentra una de las 13 estaciones de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) que evalúan la contaminación ambiental del territorio nacional. La polución no difiere demasiado de la que se registra en otros pueblos vecinos, como Villacadima o Galve de Sorbe. De Pablo fue testigo de cómo en Ginebra, donde se halla la sede de la OMS, se afeaba a España por la pésima calidad de su aire, que arrojaba valores altísimos, equiparable a los de los países más industrializados de Europa. «La razón no era otra que, antes, este tipo de estaciones se hallaban en grandes ciudades. Se rectificó el emplazamiento y se instalaron en lugares ubicados lejos de las fuentes contaminantes. Cada estación mide la química atmosférica de un área extensa en torno a ella», sostiene el alcalde meteorólogo. Las localidades de Puerto de Araguás (Huesca), Noia (A Coruña), Morella (Castellón), Vitoria y Arrecife (Las Palmas) cosecharon índices similares, pero con menos estabilidad que Campisábalos, un ejemplo de aire limpio para la OMS, que durante cinco años, entre 2008 y 2013, recabó los datos sucios que porta la atmósfera a escala mundial. Las ciudades de India, Nigeria, Arabia Saudí y Pakistán presentan la peor calidad del aire y entre ellas, Onitsha, en el sureste de Nigeria, es la más sucia del planeta por la densidad de su tráfico y su puerto desmedido.

Ni puerto ni tráfico hay en Campisábalos. De vez en cuando un tractor interrumpe la tranquilidad reinante en el pueblo. Sin embargo, no todo son parabienes. Desde principios del siglo pasado la despoblación está desangrando lentamente a este municipio que antaño vivía de la ganadería y la agricultura y que ahora subsiste gracias a las pensiones que reciben sus jubilados. Como en otros muchos pueblos del interior, primero la Guerra Civil y luego la industrialización de los años sesenta, en la que España viajó de la alpargata al 600, vaciaron de gente a Campisábalos. La aportación que hace al consistorio una compañía eléctrica por los molinos de viento instalados en el término municipal alivia lar arcas de Campisábalos. «En 1910 teníamos 600 habitantes. Ahora estamos censados unos 60, pero sólo la mitad vive realmente durante todo el año en el pueblo. Antes teníamos médico, veterinario y sacerdote. Había dos escuelas -una para chicos y otra para chicas-, tres tiendas y dos tabernas. Aquí vivían 70 mozos. Hoy casi todo ha desaparecido», apunta Severino Simeón, de 85 años.

Los inviernos son especialmente crudos. Este último enero el mercurio descendió a los 15 grados bajo cero. Los lugareños vencen la destemplanza echando leños a la estufa o, como hace el alcalde De Pablo, huyen a Madrid. Si tiene que pasar la noche en su casa de Campisábalos, se pertrecha con una manta eléctrica bajera, radiador y un saco de plumas.

A Antonio, el hijo de Simeón, no le faltan los trabajos de albañilería para salir adelante. A veces siente la acechanza huraña de la soledad, aunque desde que el bar del hotel ha abierto sus puertas tiene más compañía. «Quedaremos ocho o nueve personas jóvenes o de mediana edad. Cuando llega el verano esto se llena, es otro mundo», dice. Su padre, Severino, no echa de menos los tiempos pasados. Es verdad que ahora hay pocas distracciones, «pero uno ya está enseñado». Ha sido agricultor y modesto ganadero que pastoreaba un centenar de ovejas de parir, tres vacas y una yunta de mulas. Con ese parco patrimonio no sacaba adelante a su mujer y dos hijos, de modo que tuvo que buscarse otros menesteres como desbrozar el monte para ganarse el jornal complementario. Desde que se jubiló se encarga de mostrar a los que se acercan al pueblo la iglesia de san Bartolomé y la capilla de san Galindo, poseedora de un friso escultórico románico en el que se representa un calendario agrícola. Severino suelta una retahíla de memoria con los pormenores de la vida de san Galindo, las faenas agrícolas y los vicisitudes de las campanas del templo. «Este pueblo ha llegado a tener 8.000 ovejas y 18 pastores. El ganado pasaba algo de hambre, pues no había suficientes pastos. Ya sólo quedan dos ganaderos». Pero aire no les falta... y del mejor.

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