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María Morillo trabaja en un taller de piedra en Sans Vicenç de Castellet (Barcelona).
De oficio picapedrera

De oficio picapedrera

En una profesión de hombres, la zamorana María Morillo reivindica la tradición de su tierra. Una mujer «dura y cabezota» que rompe rocas con un mazo

ANTONIO CORBILLÓN

Jueves, 8 de diciembre 2016, 01:15

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María Morillo es «muy dura y cabezota». Lo bastante para encontrar en la piedra y en el oficio de picapedrera el reto con el que poner a prueba su resistencia. El propio término parece recordar a un trabajo esclavo, habitual de los condenados a presidio, como esas películas de reclusos americanos de mediados del siglo pasado que eran encadenados por los tobillos y llevados a partir piedra a mazazos. El caso es que, como buena castellana, María Morillo (Zamora, 1968) prefiere llamar al pan pan y al oficio de romper piedras con un martillo, como se conoció siempre. «Me gusta más llamarme picapedrera que cantera».

Picar los bloques que crea la naturaleza es uno de los oficios más viejos del mundo. Y también de los más olvidados. Aunque, con la proliferación de escuelas taller en los últimos 20 años, bastantes mujeres se han incorporado al trabajo de la piedra, aunque son más bien restauradoras que tallan con mimo un pedrusco hasta convertirlo en arte y no tanto profesionales que despliegan toda su fuerza para partir rocas, un oficio más abonado a los hombres.

Mucho antes de la gran burbuja, la construcción ya había apostado por materiales más baratos y sin la nobleza de la piedra. De hecho, todas las ciudades son testigo de esos edificios con pedigrí que envejecen sin que nadie repare ya en los sillares de sus paredes.

Pero María es y se siente como la última de su estirpe. «No he visto a ninguna picapedrera. Este es un trabajo muy muy físico que te agota». A ella la vocación le surgió en su tierra natal zamorana, famosa por los canteros que llenaron los muros de sus pueblos de bloques de granito que todavía lucen en todo su esplendor. Sobre todo cuando la lluvia hace brillar sus granos de cuarzo.

Fue hace ya 30 años. Estrenó los 18 a la vez que se creaba en su ciudad una escuela taller. «Éramos solo tres chicas en un universo de hombres. Dos lo dejaron pronto». Se trataba de uno de esos centros para enseñar un oficio a chavales rebotados del resto de formaciones. También era su caso, entonces una madre soltera, prematura y en paro.

En aquel 1986 comenzó a aprender los rudimentos de la forma, la escayola, la carpintería o la obra. Pero entre sus maestros estaba el Gallego (ya no recuerda su nombre), un profesor que supo alimentar su vocación. «No sé por qué, pero me atrajo. Para el que no tiene buenas sensaciones aquello era duro. Pero si te engancha ya no quieres dejarlo». Su vida fue muestra de ello. Los hijos siguieron llegando y, cuando nació el tercero cambió la textura de las rocas por las galletas. Trabajar en aquella fábrica de dulces «no era el oficio de mi vida pero me dio estabilidad».

«A mano cien por cien»

Casi tres décadas después y ya instalada en Barcelona conoció a su actual pareja, heredero de la mejor tradición zamorana gracias a su abuelo Marcelino Cabaña, un maestro cantero. Él la animó a volver a empuñar el mazo y comprobar qué recordaba treinta años después. El primer día de reciclaje en las clases de la Escola Massana «me quedé bloqueada». Y los siguientes «estaba macerada por el esfuerzo». Pero algo debía quedar de su querencia a la piedra porque su profesora la recomendó enseguida como picapedrera a una empresa de restauraciones.

Ahora se imponen las radiales y máquinas de cortar, aunque Morillo reivindica el trabajo con hacha y pico «a mano cien por cien, de esos que, de un bloque que parece invencible, sale una buena pieza». En el año que lleva de vuelta ha trabajado en edificios emblemáticos de Barcelona, una ciudad que se entregó a la piedra en los modernistas años veinte. De los rosetones en el monasterio de Pedralbes, a los salones del Ayuntamiento de Barcelona o a su actual labor en los pináculos de la Catedral de Manresa. También mantiene la tradición de la firma. Al fin y al cabo, el cantero o picapedrero se reivindica como artista desde antes de la Edad Media. Dejaba sus marcas-firma en las piedras de muchos monumentos. María Morillo ha elegido la letra «en parte por aquello de mis dos emes».

En un mundo de hombres, la única mujer del oficio no puede evitar el proteccionismo de sus colegas. «Me cuidan en exceso. No cojas esa piedra, deja que ya la levantamos nosotros... Me da igual las toneladas que pese», insiste antes de recordar lo de que es «dura y cabezota».

Ya hace sus pinitos en el modelado de la piedra para poner algo de arte a una tarea tan dura. Pero, a sus 48 años, se reivindica en su oficio «hasta que el cuerpo aguante. Si me tocara la lotería, seguiría siendo pi-ca-pe-dre-ra».

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